10 agosto 2010

El cine como memoria universal

«El espejo (Zerkalo)», de Andrei Tarkovski: el cine como memoria universal


Pedro A. Cruz Sánchez





Realizado en 1974, tras el ambicioso y costoso proyecto de Solaris (Solaris; 1972), El espejo (Zerkalo), supuso el mayor fracaso comercial de la carrera de Tarkovski, quien, a raíz del desengaño que constituyó este gran revés, estuvo rondando durante algún tiempo la posibilidad de abandonar definitivamente la dirección cinematográfica. La calificación de «elitista» y «poco comprensible» que recibió por parte de las autoridades culturales soviéticas conllevó el que el film apenas si encontrara distribución y que, por tanto, permita ser clasificado como una realización maldita y marginada.

Pese a tal y decisiva circunstancia, difícilmente se podrá hallar, en la corta filmografía de Tarkovski, una obra tan directa, compleja y estremecedora como ésta. En ella, el tema -tan caro al director ruso- del «retorno a sí mismo» encuentra una concreción definitiva y pletórica en excepcionales hallazgos, a los que no cabe considerar sino como aportaciones determinantes para la iluminación de su complejo y, en ocasiones, mal estudiado ideario. De hecho, si con alguna idea nos tuviéramos que quedar ya desde un principio es que, en este su cuarto largometraje, Tarkovski nos muestra el largo y tortuoso camino que ha de recorrer el individuo para llegar a ese sutil y, al mismo tiempo, grandioso punto en el que «todo él se recobra como unidad».

Diríase, por este motivo, que Alexei, el protagonista y alter ego del director en el film, se hace eco en todo momento de aquella esclarecedora afirmación de Tarkovski según la cual «el autoconocimiento ético-moral sigue siendo la experiencia clave de cada persona, una experiencia que tiene que hacer siempre de nuevo él solo»1. El beneficio que, mediante su fructuosa realización, aspira a obtener este complicado personaje de tal «autoconocimiento» no es otro que la «representación diáfana de sí mismo», o, lo que es lo mismo, la «objetivación de su ser en tanto que entidad descifrada». Recuérdese, en este sentido, la opinión de Kierkegaard de que «en cada hombre hay algo que en algún grado le impide hacerse totalmente transparente a sí mismo... Pero quien no puede revelarse, no puede amar, y quien no puede amar, es el más infeliz de todos»2. Es, en virtud de tal presupuesto, que en «El espejo interiorizar es sinónimo de transparentar»; y «transparentar» para, con la nueva claridad conseguida, descubrir una serie de «leyes universales» cuyo discernimiento es arrastrado por ese «movimiento de retorno» sobre el que se centra la narración.

Pero, para que todo este arduo proceso de «autoconocimiento» hasta ahora referido sea factible, condición sine qua non es que el sujeto en cuestión, el protagonista del film, haya de querer sincerarse consigo mismo y, por extensión, con el espectador. Para hacernos saber su decisión afirmativa al respecto, Tarkovski introduce un esclarecedor prólogo, en el que asistimos a la sorprendente curación, por hipnosis, de un muchacho tartamudo. Con frecuencia, el espectador de este largometraje se ha mostrado un tanto desconcertado por la brusquedad y la falta de relación con el resto de la historia que, aparentemente, caracterizan a dicha secuencia. Aunque nada más lejos de la realidad, ya que, a poco que nos preguntemos mínimamente por el significado de este pasaje, descubriremos sin dificultad alguna que lo que la curación por hipnosis mostrada en él nos quiere indicar es, ante todo, la disposición a hablar claramente, sin tapujos de ninguna clase, del director y su personaje principal. La recuperación, efectivamente, del «habla fluida» por parte del citado muchacho supone la confirmación definitiva de Tarkovski de que se halla dispuesto a revelar su interioridad, a sincerarse; en definitiva, a exorcizar todos aquellos fantasmas, recuerdos y demás inquietudes que han ido creciendo en él durante muchos años.

Ni qué decir tiene que esta decisión de hablar «claro y fuerte» conlleva un contundente acto de libertad que, por supuesto, no está exento de connotaciones históricas y sociales. La férrea dictadura comunista que, en aquellos tiempos, sufría la URSS, y cuyos métodos coercitivos Tarkovski tanto criticó, convertían, ciertamente, este acto de sinceridad en algo más que una mera sucesión de acontecimientos autobiográficos, sin ningún otro tipo de implicaciones ni compromisos. Para Tarkovski, la libertad es el don más importante que le ha sido concedido al hombre, y estar desprovisto de ella supone, prácticamente, morir en vida. Por eso resulta primordial recuperarla con prontitud y ejercerla limpio de todo temor; punto este en el que cobra inusitada importancia la hipnosis, no sólo como estado por el que el individuo corta todas las ataduras sociales que le impiden «transparentarse», sino también como condición que ha de caracterizar la aprehensión del film por parte del espectador. Desde la óptica del director de Stalker (Stalker; 1979), se confirma fundamental el hecho de que el público pueda despojarse de los modos tradicionales de ver el cine, pues, de no ser así, una obra como El espejo, cuya estructura es fruto de una continua «dislocación temporal» provocada por los distintos «movimientos internos» originados por la memoria y el espíritu, quedaría cerrada, hermética para éste. No en vano este prólogo del film, ideado para «invocar» a la palabra, a la propia interioridad del sujeto narrador, es explicado por el mismo director en su diario a partir de una «confesión» insertada por Herman Hesse en el epígrafe de su libro Demian, y que viene a decir: «yo no pretendía más que intentar vivir lo que quería espontáneamente salir de mí. ¿Por qué era tan difícil?»3.

Como se desprende de esta alusión realizada por Tarkovski a las palabras del escritor alemán, lo que se busca con la citada secuencia inicial no es sino provocar la salida espontánea -es decir, no racional, no predeterminada- de todo aquello que constituye el ser del protagonista, por lo que nos encontraremos, por un lado, con una lógica y absoluta ruptura de la linealidad narrativa y, por otro, con el surgimiento de un concepto como el de «naturalismo espiritual», empleado por el realizador para definir su complejo mundo de alucinaciones4.

Ahora bien, si importante es hacer hincapié en la idea de «palabra» en tanto que instrumento encargado de revelar la interioridad del protagonista, no menos primordial resulta una segunda acepción de la misma, que la transforma en el agente encargado de conectar una generación con otra. Conviene recordar, en este sentido, que uno de los objetivos principales del cine de Tarkovski es -como sugieren los historiadores húngaros Kovàcs y Szilágyi- el retorno al «ideal artístico clásico de la cultura rusa, encarnado por la literatura del siglo XIX, y que la vanguardia de los años 20 había negado»5. Esta reivindicación de la «continuidad cultural rusa» halló un periodo de fuerte resonancia en los años 60, donde el anhelo de un «cine ruso», en oposición a la realidad de un «cine soviético», fue adquiriendo, con el paso del tiempo, más y más cuerpo. Para Tarkovski, al igual que para otros intelectuales del momento, la iconoclastia enarbolada por la vanguardia soviética aparecía como una amenaza para la transmisión a generaciones venideras de la tradición cultural rusa; aspecto este que le lleva a convertir un film, en principio autobiográfico, como El espejo, en un constante «diálogo entre generaciones» que, debido a una suerte de total identificación, acaban por reflejarse las unas a las otras. Se infiere por esta razón que el espejo al que hace referencia el título del film no es otro que la «palabra», entendida como aquel ejercicio que, al practicarse libremente generación tras generación, «refleja» y, por ende, garantiza su transmisión en el futuro de unas determinadas raíces culturales.

Revelador, a tal respecto, se confirma un fragmento del texto de Ossip Mandelstam La naturaleza del verbo, anotado por Tarkovski en su diario, y que afirma:

«Una lengua tan orgánica y perfectamente estructurada no es solamente una vía de entrada en la historia, es la historia misma. Para Rusia, ser cortada de la historia, ser excluida del reino de la continuidad y de la necesidad históricas, de la libertad y de la lógica, supondría ser cortada de la lengua. El mutismo de dos o tres generaciones conduciría a Rusia a una muerte histórica. E inversamente, ser cortado de la lengua significaría para nosotros ser cortados de la historia.»6



Este deseo de «continuidad histórica», de establecimiento de una relación especular entre una generación y otra, no encuentra únicamente en la palabra, en la lengua, en el mismo «acto de hablar en libertad» un modo infalible de realización, ya que, consolidándolo y convirtiéndose también en una «manera de proyectarse en el futuro», se halla otro concepto privilegiado y esencial dentro del ideario tarkovskiano: el de sacrificio. Efectivamente, no son pocas las ocasiones en las que el director, en sus diferentes y múltiples escritos, ha aludido al sacrificio en tanto que medio por el que el hombre, trabajando de manera abnegada para la obtención de un fruto que revierta en generaciones venideras, ve su esfuerzo presente perpetuado en el tiempo y, en consecuencia, acaba por eternizarse. Recuérdese, en lo que a esto respecta, la secuencia del hospital, acaecida al final del film, y en la que se observa al protagonista-narrador Alexei consumir los instantes postreros de su vida. Justo en los últimos segundos de la misma, y después de dirigirse a sus familiares allí presentes con la desgarradora y conmovedora súplica: «Déjenme en paz; yo sólo quise ser feliz», Tarkovski se recrea en un hecho decididamente trascendental para la comprensión del film; a saber, cómo el moribundo personaje agarra con su mano un pájaro que se hallaba sobre su cama y, tras sostenerlo durante algunos instantes con su puño cerrado, lo suelta, echando éste a volar hasta salir de pantalla.

Podríase afirmar, ante la contemplación de este pasaje, que lo que se pretende subrayar y representar mediante su cuidada y emotiva filmación es «el traspaso del testigo -la tradición cultural, la fe en las propias raíces- de una generación -la de Alexei- a otra -la de su hijo-». El pájaro que el protagonista recoge con su mano viene a representar, ciertamente, este trasvase, este acto de depositar en el futuro todo el pasado histórico y personal para de tal manera garantizar una continuidad a lo largo de todas las épocas que, en verdad, no constituye sino una declaración de esperanza en los tiempos aún por venir. Parece como si Tarkovski, a través de la proyección de su protagonista en el futuro, en la vida y realidad de sus hijos y descendientes, declarara, haciéndose eco de unas sinceras palabras de Hölderlin:

«Yo amo al género humano de los siglos venideros, pues mi esperanza más dichosa es ésa, la fe que me mantiene fuerte y activo es que mis nietos serán mejores que nosotros... Nosotros vivimos en un periodo de tiempo en que todo conduce a días mejores. Estas semillas de ilustración, esos deseos y afanes callados de los individuos para la formación del género humano se extenderán y robustecerán y llevarán frutos gloriosos.»7



Una vez que hemos comprobado y analizado la predisposición de Tarkovski a hablar, a exteriorizar y «dejar fluir» su interioridad, pertinente es que, ahora, nos centremos en las condiciones necesarias que se han de dar para que esta «vuelta hacia sí mismo» de la que trata, en sustancia, El espejo, se lleve a cabo. Estas condiciones a las que nos referimos son principalmente dos: 1) «la enfermedad del protagonista», y 2) «el fuera de campo permanente en el que éste se encuentra».

Refiriéndonos ya, sin más dilación, a la primera de ellas, hemos de apuntar que el precario estado de salud en el que se halla Alexei lo convierte en una persona especialmente proclive a la reflexión, al cuestionamiento de todo cuanto hasta entonces había pasado desapercibido por el fuerte ruido de la cotidianeidad. La razón de aquí se radica en la serie de connotaciones que acompañan al motivo de la enfermedad en el cine de Tarkovski y que lo convierten en uno de los estados en los que el ser humano se muestra más sensibilizado y lúcido a la hora de abordar determinados asuntos que podríamos considerar de índole universal e intemporal. Compruébese si no, en referencia a esto, cómo la enfermedad, ya sea en su representación en El espejo o en otros films como Stalker (1979) o Nostalgia (Nostalghia) (1983), es siempre sinónimo de debilidad. Pero «debilidad» entendida no como una cualidad peyorativa y destructiva, sino como portadora y aportadora de una fuerza y sabiduría suplementarias, que toma su fuente de referencia de unos versos del Tao Te King de Lao Tse, anotados por el propio Tarkovski en su diario8, y en los que se puede leer:




«El hombre cuando nace


es blando y débil,


y cuando muere


es duro y fuerte.



Las plantas cuando nacen


son blandas y delicadas,


y cuando mueren


son secas y rígidas.



Por eso aquéllos que son duros y fuertes


son compañeros de la muerte.


Los suaves y débiles son compañeros de la vida.



Por eso,


siendo las armas fuertes no vencen.


Y siéndolo los árboles, son aserrados.



Lo fuerte y lo grande están abajo.


Lo ligero y lo débil, arriba.»9




Para Tarkovski, como se puede advertir, lo débil y blando es permeable y, por tanto, susceptible de abrirse al conocimiento; en cambio, lo fuerte y duro se muestra autosuficiente, pleno en su cerrado y pequeño mundo e insensible hacia cualquier nueva aportación externa o interna que le pueda permitir ampliar sus horizontes. Es por esta causa por la que la enfermedad, en tanto que estado encargado de «ablandar» al individuo que la sufre, se constata como un efectivo vehículo de conocimiento que, por otro lado, conlleva una dolorosa ruptura de los lazos afectivos que unían a este individuo con la sociedad. Tal ruptura se confirma indispensable para la creación de la atmósfera y condiciones necesarias para el «recogimiento»; elemento este habitual dentro de la filmografía y el ideario tarkovskianos, y que el filósofo Gabriel Marcel ha definido como «el acto por el cual yo me recobro como unidad»10. Se deduce, consiguientemente, de esta nueva acepción del concepto de enfermedad un «itinerario espiritual» realizado por Alexei, el protagonista del film, y que consiste, en primer lugar, en romper física y afectivamente con su entorno, con el objetivo de conocerse a sí mismo, para, una vez efectuado este conocimiento, volver a conectar con él, pero ahora desde una perspectiva universal y espiritual -nunca física-.

Derivado de este proceso de «recogimiento» en el que acabamos de abundar, nos encontramos con que, en El espejo, la enfermedad tantas veces aludida del narrador conlleva también, una «pérdida de su función social» que, sin embargo, y en contra de lo que en un principio pueda parecer, es enriquecedora, ya que supone desprenderse de una «conciencia acomodada y adaptada al devenir desvirtuado de lo cotidiano», para hacer surgir otra «indagadora y capaz de depiezar -hasta su puesta en crisis- el complejo engranaje que mueve la realidad». Cierto es que Alexei, al igual que sucede con Doménico, en Nostalgia, y Alexander, en Sacrificio (Offret; 1986), se granjea, con este comportamiento plenamente cuestionador e incómodo, la incomprensión y el recelo de todos aquéllos que le rodean. Pero es que, en el cine de Tarkovski, el enfermo, el supuestamente loco, no sólo no pide la piedad, la lástima que con frecuencia los sanos y cuerdos le dicen profesar, sino que incluso éste, amparándose en la lucidez adquirida con su nuevo estado, es el que acaba por sentir compasión por aquéllos que siguen viviendo y confiriendo valor absoluto a su mundo preñado de falsas y ridículas apariencias.

En opinión de Tarkovski, el hombre, frente a la muerte, se pregunta por asuntos que nunca antes le habían interesado, por lo que ninguna maniobra reportará mejores resultados que situar al héroe de El espejo en una situación límite, agónica, para de esta manera, y una vez liberado de cualquier prejuicio o miedo por la «hipnosis de la enfermedad», llegar a la dilucidación de determinadas cuestiones oscuras e intrincadas antes para él. En verdad, aquella afirmación de Tolstoi -recogida por Tarkovski en su diario- según la cual «los sufrimientos son una condición del crecimiento tanto físico como espiritual»11, queda demostrada perfectamente aquí, a través de la sublimación de un estado como el de la enfermedad, tan trillado, estereotipado y ridiculizado por otros muchos directores y obras.

Abordada ya, con el detenimiento que su importancia requería, la primera de estas dos condiciones necesarias para el «proceso introspectivo» efectuado por Alexei, momento es ahora que analicemos, con el mismo rigor e interés, la segunda de la mismas; es decir, el fuera de campo permanente en el que se halla este personaje durante todo el film. Para centrar la explicación de este punto, nada mejor que situarnos, sin más demora, en aquella secuencia en la que, por vez primera en el transcurso de la narración, Tarkovski descubre el «nivel del tiempo presente», desde el cual el protagonista va a explorar todo ese gran edificio de vivencias y fantasmas que es su memoria. Dicha secuencia, desarrollada en su totalidad en el piso de Alexei, se compone únicamente de dos mecanismos narrativos harto significativos: por un lado, la voz en off de aquél, que habla con su madre por teléfono sobre algunos asuntos relacionados con los sueños y recuerdos que acaba de tener; y, por otro, un largo travelling que recorre, lentamente, la casa en la que acontece la acción y que, a primera vista, parece conducirnos al lugar desde el que surge la voz que oímos. Lo que ocurre es que este amplio movimiento de cámara, lejos de resolver la duda que en ese instante tiene atrapado el interés del espectador -¿cuál es el «rostro» de tal voz?-, la sanciona, transformándola en materia discursiva. No en vano, al final del citado travelling lo único que hallamos es la imagen de una ventana oculta por una cortina que, a su vez, impide al espectador la contemplación de la esplendorosa luz que tras ella se adivina. Se puede manifestar, en consecuencia, que lo que busca Tarkovski con este desenlace tan inesperado son fundamentalmente dos cosas: en primer lugar, representar de manera explícita y concluyente el momento en el que el protagonista de este film «deja de ser una entidad física y localizable para transformarse en una presencia fantasmática y espiritual, y, en segundo, hacer de esta desmaterialización el comienzo de un misterio, concretado en esa cortina que debe ser descorrida para poderse ver la luz o, lo que es lo mismo, la interioridad descifrada de Alexei».

Declarar, en este sentido, que el protagonista de El espejo ha sacrificado su apariencia física por su realidad espiritual supone, ante todo, reconocer que lo que verdaderamente le interesa al director no es tanto reflejar en la pantalla los movimientos externos y automáticos del individuo como poner de manifiesto el más íntimo y trascendental proceder interno de éste; circunstancia la cual nos lleva a descubrir, en la estructura narrativa del fin, un fuerte componente lírico, perfectamente estudiado por Kovàcs y Szilágyi12 y admitido sin ningún tipo de titubeo por el propio Tarkovski, quien, en un pasaje de Esculpir en el tiempo, declara que «este procedimiento (el de retratar internamente a un personaje) coincide con la forma literaria, incluso poética, de representar al héroe lírico: él ni siquiera aparece; pero sus reflexiones, el modo de hacerlas y el objeto de ellas dan una idea clara y bien delimitada de él»13.

Es justamente a través de esta narración interna y metonímica que Alexei, no condenado a cada instante a vivir en un espacio-tiempo concreto e identificable, se convierte en omnipresente, en entidad de la que todo sale y hacia la que todo vuelve. Puede ocurrir incluso -como es el caso del episodio de los exiliados españoles- que, dentro de esta demostración de ubicuidad, una escena ocurrida en tiempo presente, y en la que nuestro personaje no interviene físicamente, sea invadida por la voz en off de él, en lo que supone una suerte de mágico y excepcional «desdoblamiento». Y es que, si lógico resulta pensar que un sujeto cualquiera filtre y, por tanto, domine todos los acontecimientos acaecidos en aquellos «niveles de conciencia» creados por sus recuerdos o sueños, no tan lógica se presenta la situación de un individuo que, de forma inesperada y sorprendente, «remonta» la unidad espacio-temporal en la que vive para adquirir una perspectiva lo suficientemente amplia que le permita abarcarla en su totalidad en tanto que entidad omnipresente.

Se infiere por tal causa que, en El espejo, la identificación psicológico-espiritual del protagonista con cada uno de los hechos representados es total; tanta que incluso se puede argüir que el déficit de «información externa» provocado por su «ser-en fuera de campo» es compensado, a lo largo del film, por la aparición de una serie de rostros y miradas de otros personajes, que traducen perfectamente el estado de ánimo que lo define en el preciso instante de su inserción. Recuérdense, en lo tocante a esto, expresivas y dramáticas faces como la de la triste y asustada niña española que está a punto de partir a la Unión Soviética con motivo del estallido de la Guerra Civil; o la de aquella joven muchacha, herida en un labio, y que mira entre sonriente y perturbada a la cámara, y, por su puesto, la de la propia madre del protagonista, que, segundos antes de asestar un hachazo mortal al cuello de un gallo, lanza una sonámbula mirada al objetivo, recogida inmediatamente después por el también enigmático y complejo rostro de su marido, que la reclama desde otra estancia, surgida del sueño.

Pertinente es, pues, concluir que todos estos rostros que jalonan convenientemente la narración pertenecen, en verdad, a Alexei, ya que una de las primeras consecuencias que se derivan de su «retorno a sí mismo» es el surgimiento de una «apariencia múltiple» que sustituye a la «única» y concreta característica de su estado de no-ser. Esta «apariencia múltiple», fruto de la asunción por parte del protagonista de las experiencias ajenas como propias, se explica y adquiere total sentido por la actuación ontológica de un instrumento que, una vez cumplidas las dos condiciones hasta ahora abordadas, adquiere todo su decisivo y fenomenal protagonismo; a saber, la memoria.

Por «memoria» -y manteniéndonos siempre en el contexto otorgado por el ideario tarkovskiano- no se ha de entender un mero órgano para recordar, para rememorar con fines estrictamente sentimentales determinados pasajes de la vida; más bien, debe interpretarse como un medio de conocimiento, como un potente y efectivo mecanismo de introspección que recupera lo vivido en tanto que fragmento de un ser al que hay que reconstruir. A través de ella, «el individuo se recompone pieza a pieza, se recuerda como unidad, se revive plenamente». Porque de lo que se trata no es de recuperar una vivencia cualquiera tal y como fue experimentada en su momento, sino de ahondarla, de arrancar de ella lo puro e íntimo que la persona dejó de sí, para a continuación incorporarlo a un sistema mayor, que es la idea de ser. Además, en El espejo, la memoria, al recorrer este críptico y tortuoso camino que supone el retorno a la unidad, se encuentra con distintas etapas y estadios de la vida del protagonista que, caracterizados todos ellos por un estado de ánimo diferente y concreto, se plasman en la estructura fílmica en forma de una «multiplicidad de niveles de conciencia», cada uno de los cuales se corresponde con una experiencia específica atesorada por el rememorador. Realizando un simplificador -aunque necesario- ejercicio de esquematización, se puede afirmar que, en este film, existen dos tipos de experiencias: las «directas» y las «indirectas».

Las primeras, fundadas en acontecimientos vividos por el propio Alexei, aluden a una «conciencia individual» y se encuentran representadas por todos aquellos episodios que más le marcaron durante dos edades muy significativas para él: los siete y doce años. Las segundas, en cambio, integradas por sucesos acaecidos a personajes cercanos o no al protagonista, hacen referencia a una «conciencia comunitaria», a un «sentido ético de la memoria»14. Dentro de las mismas, y permitiendo a Alexei hacerse eco de los sufrimientos ajenos, del dolor de aquéllos que le rodean, se pueden distinguir, a su vez, tres subgrupos perfectamente definidos y perfilados; a saber:

1) La memoria de la madre (episodio de la imprenta, sueño del comienzo del film, sueño de la levitación).

2) La memoria de los exiliados españoles.

3) La memoria anónima de la Historia (bomba atómica, manifestación en Pekín, conflictos fronterizos en las proximidades del río Youri, etc.).

Por medio de esta decisiva «interiorización» de experiencias no propias, la memoria y, por extensión, la conciencia experimentan un «ensanchamiento moral», que conlleva la transformación de la «topografía egocéntrica», característica de todo film cuya linealidad es rota por continuos flash-backs, en una «topografía comunitaria» causante de la definitiva «universalización de la memoria». Y esta «universalización» -no lo pasemos por alto- implica la entrada en juego de un concepto tan resbaladizo como el de «intemporalidad», abordado de manera magistral por Tarkovski en la secuencia final del film. En ella -recordémoslo- contemplamos, en primer lugar, a los jóvenes padres del protagonista, tumbados en el campo, y realizándole el hombre a la mujer una pregunta ciertamente significativa: «¿Qué prefieres, un niño o una niña?». Con tal interpelación, Tarkovski nos comunica que la acción que nos encontramos presenciando se sitúa en un tiempo que el propio Alexei no puede recordar, por la simple razón de que ese niño o niña al que se refería su padre era él; particularidad esta que nos lleva a decir que la memoria, después de la muerte (?) del personaje principal, se ha remontado a sí misma, hasta llegar a un punto en el que los límites de la existencia han sido sorprendentemente superados.

A continuación de este suceso, la madre vuelve la cabeza hacia la impresionante naturaleza que se despliega tras ella y, como respondiendo a un raccord de mirada, el director, a través de una grúa que recorre durante unos segundos la espesa naturaleza del lugar, nos muestra a la misma madre, ahora anciana, acompañada por sus dos hijos, tal y como los veíamos representados en los episodios correspondientes a los siete años de Alexei. Se entiende, pues, que en estos minutos finales de El espejo, Tarkovski lleva a cabo una reflexión sobre el carácter eterno de la «memoria redimida», recurriendo para ello a una compleja y muy personal versión de la alegoría de las tres edades. Éstas, ciertamente, aparecen personificadas en tal secuencia por medio de las figuras de los niños, la madre-joven y la madre-anciana, insertados todos ellos -como representación de la vida- en una esplendorosa naturaleza que, como con posterioridad comprobaremos, es el símbolo de lo inmortal, de lo eterno, tanto en este film como en el resto de la filmografía tarkovskiana. Debido justamente a esto -es decir, a la suspensión del tiempo por la convivencia armoniosa de todos los tiempos de la vida en el «espacio de lo eterno»-, «la memoria deja de ser memoria», para desaparecer. Su objetivo, que no era otro que conducir al individuo hacia la unidad del no-tiempo, implicaba necesariamente su destrucción, puesto que, en este no-tiempo al que nos referimos, la memoria, entendida como el instrumento encargado de conectar dos momentos tempo-existenciales alejados el uno del otro, ya no tiene el más mínimo sentido.

En este lento y consciente camino hacia su destrucción, la memoria, igualmente, realiza otra serie de funciones complementarias que no se deben obviar. Entre ellas destaca, en primer lugar, su función como «explicitadora» de la relación íntima existente entre la vida de los padres del protagonista y el protagonista mismo, la cual explica perfectamente un hecho que suele desconcertar en gran medida al espectador de El espejo: la interpretación por parte de un mismo actor de dos personajes distintos pero unidos por una misma suerte en el destino. Esta «suerte», compartida por dos generaciones que, en virtud de sus múltiples y casi mágicas correspondencias, acaban por solaparse, queda plasmada en el film a través de dos aspectos de la vida de Alexei, totalmente determinantes en lo que a la configuración de su personalidad se refiere; a saber, el divorcio de su mujer -reflejo exacto del sufrido años atrás por sus padres- y la relación que mantiene con su hijo -semejante a la vivida, durante su niñez, con su progenitor-. Una vez más, en consecuencia, y deslizándonos ahora desde un nivel histórico y universal hasta otro personal y menos trascendente, se puede asegurar con toda certeza que una generación se ha transformado en el espejo de otra, al hacer vivir a sus integrantes los mismos acontecimientos a los que, tiempo atrás, tuvieron que hacer frente sus predecesores.

Llegados a este punto, y con la máxima e importante certeza de que «el presente sólo es una proyección del pasado puesta de manifiesto por la memoria», resulta obligado preguntarse: ¿es ésta -la memoria- una reconfortante aportadora de felicidad o, por el contrario, de su ejercitación únicamente se obtiene sufrimiento, dolor? La pregunta, aunque un tanto maniqueísta en el modo de plantear esta primordial cuestión, merece una respuesta desarrollada con el debido detenimiento, ya que, en efecto, Alexei, a través de la memoria y de la búsqueda de sí mismo que ésta le permite, busca ansiosamente la felicidad. De hecho, en el primer plano del film, tras el consabido prólogo del tartamudo, un movimiento de cámara nos acerca a la figura de la madre -sentada sobre una valla mientras espera a su marido-, para, una vez a su altura, continuar su trayectoria hacia adelante y morir en una pletórica imagen de la naturaleza. Ni qué decir tiene que, con este cuidado y magistral plano, Tarkovski ha pretendido dejar clara, ya desde un principio, la identificación «madre-naturaleza», basada en la correspondencia de sus atributos principales; es decir, «juventud-eternidad». A través de ellos se nos ofrece una contemplación de la vida como «acontecimiento sin fin», propia de un periodo como la niñez, en el que la conciencia de la muerte no ha nacido aún y, por ende, cada elemento del mundo es aprehendido como imperecedero y pleno. La madre, consecuentemente, y dentro de la iconografía de El espejo, ha de ser inferida como la representante de ese mundo de la niñez, concebido como una fase de la vida caracterizada por la idea de lo eterno y de la felicidad.

Ahora bien, esta gozosa juventud de la que hace gala la madre, esta interpretación de la vida como un valor perenne e incorruptible, no puede durar, desgraciadamente, para siempre. Y la prueba la tenemos en una escena acaecida al final del film en la que vemos cómo un cálido y sensual movimiento de cámara recorre la luminosa casa de los abuelos del protagonista, para acabar en una ventana desde la que se observa a la madre, ya anciana, con sus dos hijos pequeños. Esta sorprendente circunstancia, ya de por sí interesante en tanto en cuanto supone la aparición de la madre-anciana en un ámbito reservado hasta el momento a la madre-joven, adquiere, si cabe, más relevancia cuando descubrimos que el movimiento de cámara que nos ha llevado hasta la citada ventana es prácticamente idéntico a otro, localizado al comienzo del film, que presenta, no obstante, la sustancial diferencia con éste de que la cámara acaba por adecuarse a la mirada de la madre, quien espera, junto a la ventana, la llegada de su esposo. Se desprende, por tanto, del cotejo de ambos momentos distanciados en el transcurso de la narración, que mientras en el primero hay alguien -la madre-joven- en la ventana para ejercer el poder de la mirada, en el segundo, la que antes actuaba como «sujeto vital y eterno», se ha transformado ahora en «objeto decrépito y mortal». Y es que -parece decirnos Tarkovski- quien mira y comprende permanece joven, pero quien pierde este poder y pasa a ser observado, acaba por morir.

Este importantísimo pasaje, encargado de marcar un punto de inflexión a partir del cual el ideal de juventud y eternidad anhelado por Alexei pierde fuerza y se desvanece, demuestra sin ningún género de dudas que para Tarkovski «la felicidad es un concepto abstracto, moral. Y la felicidad 'feliz' (es decir, estar contento) es el tender hacia esa felicidad, que como valor absoluto es inalcanzable para el hombre»15. Tal naturaleza inalcanzable es reconocida por el propio Alexei en la ya estudiada secuencia del hospital -«yo sólo quise ser feliz», declara con voz esforzada-, que, por sus implicaciones y el tono pesimista que la preside, parece evocar aquella opinión de Rousseau según la cual «la felicidad es un estado permanente que no parece hecho aquí abajo para el hombre. Todo está sobre la tierra en un flujo continuo que no permite a nada tomar una forma constante. Todo cambia en torno nuestro»16. Y son estos constantes cambios, este estar sometido al albur de las miles y miles de eventualidades que, diariamente, suceden a nuestro en derredor, la causa de que, en definitiva, el único medio que le reste al protagonista para alcanzar la felicidad sea la propia muerte.

Todos los derechos reservados a la Biblioteca Miguel de Cervantes y Pedro A. Cruz Sánchez.

29 junio 2010

La Différance

Conferencia pronunciada en la Sociedad Francesa de Filosofía, el 27 de enero de 1968, publicada simultáneamente en el Bulletin de la Societé française de philosophie (julio-septiembre, 1968) y en Theorie d’ensenble (col. Quel, Ed. de Seuil, 1968); en DERRIDA, J., Márgenes de la filosofía, traducción de Carmen González Marín (modificada; Horacio Potel), Cátedra, Madrid, 31998. Edición digital de Derrida en castellano.
Texto en francés

Hablaré, pues, de un letra.

De la primera, si hay que creer al alfabeto y a la mayor parte de las especulaciones que se han aventurado al respecto.

Hablaré, pues, de la letra a, de esta primera letra que ha podido parecer necesario introducir, aquí o allá, en la escritura de la palabra différence; y ello en el curso de una escritura sobre la escritura, de una escritura en la escritura y cuyos diferentes trayectos se encuentran, pues, pasando, en ciertos puntos muy determinados, por una suerte de gran falta de ortografía, por esa falta de ortodoxia que rige una escritura, una falta contra la ley que rige lo escrito y el continente en su decencia. Esta falta de ortografía, siempre puede ser borrada o reducida, de hecho y de derecho, y encontrarla según los casos que se analizan cada vez, pero que aquí vienen a ser lo mismo, grave, indecorosa, incluso en la hipótesis de la mayor ingenuidad, divertida. Aunque se trata de pasar en silencio tal infracción, el interés que en ello se pone se deja reconocer de antemano, asignar, como prescrito por la ironía muda, inaudible de esta permutación de letras, siempre podrá hacerse como si esto no señalara ninguna diferencia. Mi propósito de hoy, debo decir desde ahora, se dirigirá menos a pensar en justificar esta falta silenciosa de ortografía, menos todavía a excusarla, que a agravar el juego con una cierta insistencia.

A cambio, se me deberá excusar si me refiero, al menos implícitamente, a tal o cual texto que me he arriesgado a publicar. Es que yo querría precisamente intentar, en una cierta medida, y por más que esto sea en principio y al fin por razones esenciales de derecho, imposible, unir en un haz [faisceau] las diferentes direcciones en las que he podido utilizar o mejor me he dejado imponer en su neografismo por lo que provisionalmente denominaré la palabra o el concepto de différance y que no es, ya lo veremos, literalmente, ni una palabra ni un concepto. Tengo interés en utilizar aquí la palabra haz [faisceau] por dos razones: por una parte no se tratará, cosa que también habría podido hacer, de describir una historia, de contar las etapas, texto por texto, contexto por contexto, mostrando cada vez qué economía ha podido imponer este desarreglo gráfico, sino más bien del sistema general de esta economía. Por otra parte, la palabra haz [faisceau] parece más apropiada para indicar [marquer] que la agrupación propuesta tiene la estructura de una intricación, de un tejido, de un cruce que dejará que los diferentes hilos y las diferentes líneas de sentido -o de fuerza- partan de nuevo, así como estará preparado para anudar otros nuevos.

Recuerdo, pues, de una manera completamente preliminar, que esta discreta intervención gráfica, que no se ha hecho en principio ni simplemente para el escándalo del lector o del gramático, ha sido calculada en el proceso escrito de una interrogación sobre la escritura. Ahora bien, se da el caso, diría en realidad, de que esta diferencia gráfica (la a en el lugar de la e), esta diferencia señalada entre dos notaciones aparentemente vocales, entre dos vocales, es puramente gráfica; se escribe o se lee, pero no se oye. No se puede oír, y veremos también en qué sentido sobrepasa el orden del entendimiento. Se propone por una marca [marque] muda, un monumento tácito, yo diría incluso por una pirámide, que piensa así no sólo en la forma de la letra cuando se imprime en capital o en mayúscula, sino también en ese texto de la Enciclopedia de Hegel en el que el cuerpo del signo se compara a la pirámide egipcia. La a de la différance, pues, no se oye, permanece silenciosa, secreta y discreta como una tumba: oikevis. Señalaremos así por anticipación este lugar, residencia familiar y tumba de lo propio donde se produce en différance la economía de la muerte. Esta piedra no está lejos, siempre que se sepa descifrar la leyenda, de señalar la muerte del dinasta.

Una tumba que no se puede ni siquiera hacer resonar. En efecto, yo no puedo hacerles saber por mi discurso, por mi palabra proferida en este momento ante la Sociedad Francesa de Filosofía, de qué diferencia hablo en el momento en que hablo. No puedo hablar de esta diferencia gráfica sino sosteniendo un discurso muy desviado sobre una escritura y a condición de precisar, cada vez, que me refiero a la diferencia con una e o a la différance con una a. Lo cual no va a simplificar las cosas hoy y nos dará muchos problemas a ustedes y a mí si al menos queremos entendernos. De todas formas, las precisiones orales que haré, cuando diga «con e», o «con a» se referirán a un texto escrito, que vigila mi discurso, a un texto que tengo delante, que leeré y hacia el cual será preciso que intente conducir sus manos y sus ojos. No podemos evitar pasar por [nous passer ici de passer] un texto escrito, ordenarnos [régler] sobre el desarreglo [dérèglement] que se produce en él, y esto es lo que me importa antes que nada.

Sin duda este silencio piramidal de la diferencia gráfica entre la e y la a no puede funcionar sino en el interior del sistema de la escritura fonética, y en el interior de una lengua o de una gramática históricamente ligada a la escritura fonética así como a toda la cultura que le es inseparable. Pero diré que ello mismo -este silencio que funciona en el interior solamente de una escritura llamada fonética- señala o recuerda de manera muy oportuna que, contrariamente a un enorme prejuicio, no hay escritura fonética. No hay una escritura pura y rigurosamente fonética. La escritura llamada fonética no puede en principio y de derecho, y no sólo por una insuficiencia empírica o técnica, funcionar, si no es admitiendo en ella misma ‘signos’ no fonéticos (puntuación, espacios etc.) de los que se dará cuenta enseguida, al examinar la estructura y la necesidad, que toleran muy mal el concepto de signo. Mejor, el juego de la diferencia del que Saussure sólo ha recordado que es la condición de posibilidad y de funcionamiento de todo signo, este juego es en sí mismo silencioso. Es inaudible la diferencia entre dos fonemas, lo único que les permite ser y operar como tales. Lo inaudible abre a la interpretación los dos fonemas presentes, tal como se presentan. Si no hay, pues, una escritura puramente fonética, es que no hay phoné puramente fonética. La diferencia que hace separarse los fonemas y hace que se oigan [les donne à entendre], en todos los sentidos de esta palabra, permanece inaudible.

Se objetará que por las mismas razones, la diferencia gráfica se sumerge también en la noche, nunca es plenamente un término sensible, sino que alarga una relación invisible, el trazo de una relación no aparente entre dos espectáculos sin duda. Pero que, desde ese punto de vista, la diferencia marcada [marquée] en la «différ( )nce» entre la e y la a se desnuda a la vista y al oído, sugiere quizá felizmente que es preciso dejarse ir aquí a un orden que ya no pertenece a la sensibilidad. Pero no pertenece más a la inteligibilidad, a una idealidad que no está fortuitamente afiliada a la objetividad del theorein o del entendimiento. Es preciso dejarse llevar aquí a un orden, pues, que resista a la oposición, fundadora de la filosofía, entre lo sensible y lo inteligible. El orden que resiste a esta oposición, y la resiste porque la lleva (en sí), se anuncia en un movimiento de différance (con una a) entre dos diferencias o entre dos letras, différance que no pertenece ni a la voz ni a la escritura en el sentido ordinario y que se tiende, como el espacio extraño que nos reunirá aquí durante una hora, entre palabra y escritura, más allá también de la familiaridad tranquila que nos liga a la una y a la otra, a veces en la ilusión de que son dos.

¿Cómo me las voy a arreglar para hablar de la a de la différance? Está claro que esto no puede ser expuesto. Nunca se puede exponer más que lo que en un momento determinado puede hacerse presente, manifiesto, lo que se puede mostrar, presentarse como algo presente, un ente-presente en su verdad, la verdad de un presente, o la presencia del presente. Ahora bien, si la diferencia es (pongo el «es» bajo una tachadura) lo que hace posible la presentación del ente-presente, ella no se presenta nunca como tal. Nunca se hace presente. A nadie. Reservándose y no exponiéndose, excede en este punto preciso y de manera regulada el orden de la verdad, sin disimularse, sin embargo, como cualquier cosa, como un ser misterioso, en lo oculto de un no-saber o en un agujero cuyos bordes son determinables (por ejemplo, en una topología de la castración). En toda exposición estaría expuesta a desaparecer como desaparición, correría el riesgo de aparecer: de desaparecer.

Sin embargo, los rodeos, los periodos, la sintaxis a la que a menudo deberé recurrir se parecerán, a veces hasta confundirse con ellos, a los de la teología negativa. Ya se ha hecho necesario señalar que la différance no es, no existe, no es un ente-presente (on), cualquier que éste sea; y se nos llevara a señalar también todo lo que no es, es decir, todo; y en consecuencia que no tiene ni existencia ni esencia. No depende de ninguna categoría del ente, sea éste presente o ausente. Y sin embargo, lo que se señala así de la différance no es teológico, ni siquiera del orden más negativo de la teología negativa, que siempre se ha ocupado de librar, como es sabido, una superesencialidad más allá de las categorías finitas de la esencia y de la existencia, es decir, de la presencia, y siempre de recordar que si a Dios le es negado el predicado de existencia, es para reconocerle un modo de ser superior, inconcebible, inefable. No se trata aquí de un movimiento así, y ello se confirmará progresivamente. La différance es no sólo irreductible a toda reapropiación ontológica o teológica –onto-teología-, sino que, incluso abriendo el espacio en el que la onto-teología -la filosofía- produce su sistema y su historia, la comprende, la inscribe, y la excede sin retorno.

Por la misma razón, no sabré por dónde comenzar a trazar el haz o el gráfico de la diferencia. Puesto que lo que se pone precisamente en tela de juicio, es el requerimiento de un comienzo de derecho, de un punto de partida absoluto, de una responsabilidad de principio. La problemática de la escritura se abre con la puesta en tela de juicio del valor de arkhé. Lo que yo propondré aquí no se desarrollará, pues, simplemente como un discurso filosófico, que opera desde un principio, unos postulados, axiomas o definiciones y se desplaza siguiendo la linealidad discursiva de un orden de razones. Todo en el trazado [tracé] de la différance es estratégico y aventurado. Estratégico porque ninguna verdad transcendente y presente fuera del campo de la escritura puede gobernar teológicamente la totalidad del campo. Aventurado porque esta estrategia no es una simple estrategia en el sentido en que se dice que la estrategia orienta la táctica desde un objetivo final, un telos o el tema de una dominación, de una maestría, y de una reapropiación última del movimiento o del campo. Estrategia finalmente sin finalidad, se la podría llamar táctica ciega, empírica, si el valor de empirismo no tomara en sí mismo todo su sentido de su oposición a la responsabilidad filosófica. Si hay un cierto vagabundeo en el trazado de la différance, ésta no sigue la línea del discurso filosófico-lógico más que la de su contrario simétrico y solidario, el discurso empírico-lógico. El concepto de juego está más allá de esta oposición, anuncia en vísperas y más allá de la filosofía, la unidad del azar y de la necesidad en un cálculo sin fin.

También, por decisión y regla de juego, si así lo quieren ustedes, haciendo volver esta charla sobre sí misma, nos introduciremos en el pensamiento de la différance por el tema de la estrategia o de la estratagema. Con esta justificación, solamente estratégica, quiero subrayar que lo eficaz de esta temática de la différance puede muy bien, deberá ser relevado un día, prestarse él mismo, si no ya a su reemplazo, al menos a su encadenamiento en una cadena que en verdad no habrá gobernado nunca. Por lo que, una vez más, no es teológica.

Diré pues en principio que la différance, que no es ni un palabra ni un concepto, me ha parecido estratégicamente lo más propio para ser pensado, si no para ser dominado -siendo el pensamiento quizá aquí lo que hay en una cierta relación necesaria con los límites estructurales del dominio- lo más irreductible de nuestra «época». Parto, pues, estratégicamente, del lugar y del tiempo en que «nosotros» estamos, aunque mi overtura no sea en última instancia justificable y siempre sea a partir de la différance y de su «historia» como podemos pretender saber quiénes y dónde estamos «nosotros», y lo que podrían ser los límites de una «época».

Aunque «différance» no sea ni una palabra ni un concepto, tratemos no obstante de hacer un análisis semántico fácil y aproximativo que nos llevará a la vista del juego.

Sabido es que el verbo «diferir» (verbo latino differre) tiene dos sentidos que parecen muy distintos; son objeto, por ejemplo en el Littré, de dos artículos separados. En este sentido el differre latino no es la traducción simple del diapherein griego y ello no dejará de tener consecuencias para nosotros, que vinculamos esta charla a una lengua particular y una lengua que pasa por ser menos filosófica, menos originariamente filosófica que la otra. Pues la distribución del sentido en el griego no comporta uno de los dos motivos del differre latino a saber, la acción de dejar para más tarde, de tener en cuenta, de tener en cuenta el tiempo y las fuerzas en una operación que implica un cálculo económico, un desvío, una demora, un retraso, una reserva, una representación, conceptos todos que yo resumiría aquí en una palabra de la que nunca me he servido, pero que se podría inscribir en esta cadena: la temporización [temporisation]. Diferir en este sentido es contemporizar, es recurrir, consciente o inconscientemente a la mediación temporal y contemporizadora de un desvío que suspenda el cumplimiento o la satisfacción del «deseo» o de la «voluntad», efectuándolo también en un modo que anula o templa el efecto. Y veremos -más tarde- que esta temporización [temporisation] es también temporalización [temporalisation] y espaciamiento, hacerse tiempo del espacio, y hacerse espacio del tiempo, «constitución originaria» del tiempo y del espacio, diría la metafísica o la fenomenología transcendental en el lenguaje que aquí se critica y desplaza.

El otro sentido de diferir es el más común y el más identificable: no ser idéntico, ser otro, discernible, etc. Tratándose de diferen(te)/(cia)s*, palabra que se puede escribir como se quiera, con una t o una d final, ya sea cuestión de alteridad de desemejanza o de alteridad de alergia y de polémica, es preciso que entre los elementos otros se produzca, activamente, dinámicamente, y con una cierta perseverancia en la repetición, intervalo, distancia, espaciamiento. [espacement]

Ahora bien, la palabra diferencia [différence] (con e) nunca ha pedido remitir así a diferir como temporización ni al desacuerdo [différend] como polemos. Es esta pérdida de sentido lo que debería compensar -económicamente- la palabra différance (con a). Ésta puede remitir a la vez a toda la configuración de sus significaciones, es inmediatamente e irreductiblemente polisémica y ello no será indiferente a la economía del discurso que trato de sostener. Remite no sólo, por supuesto como toda significación, a ser sostenida por un discurso o un contexto interpretativo, sino también ya en alguna manera por sí misma, o al menos más fácilmente por sí misma que cualquier otra palabra, viniendo la a inmediatamente del participio presente (difiriendo) y aproximándonos a la acción en curso del diferir, antes incluso que haya producido un efecto constituido en diferente o en diferencia (con e). En una conceptualidad y con exigencias clásicas, se diría que «différance» designa la causalidad constituyente, productiva y originaria, el proceso de ruptura y de división cuyos diferentes o diferencias serían productos o efectos constituidos. Pero aproximándonos al núcleo infinitivo y activo del diferir, «différance» (con a) neutraliza lo que denota el infinitivo como simplemente activo, lo mismo que mouvance no significa en nuestra lengua el simple hecho de mover, de moverse o de ser movido. La resonancia no es en mayor medida el acto de resonar. Hay que meditar, en el uso de nuestra lengua, que la terminación en ancia permanece indecisa entre lo activo y lo pasivo. Y veremos por qué lo que se deja designar como «différance» no es simplemente activo ni simplemente pasivo, y anuncia o recuerda más bien algo como la voz media, dice una operación que no es una operación, que no se deja pensar ni como pasión ni como acción de un sujeto sobre un objeto, ni a partir de un agente ni a partir de un paciente, ni a partir ni a la vista de cualquiera de estos términos. Ahora bien, la voz media, una cierta intransitividad, es quizá lo que la filosofía, constituyéndose en esta represión, ha comenzado por distribuir en voz activa y voz pasiva.

Différance como temporización, différance como espaciamiento. ¿Cómo se conjugan?

Partamos, puesto que ya estamos instalados en ella, de la problemática del signo y de la escritura. El signo, se suele decir, se pone en lugar de la cosa misma, de la cosa presente, «cosa» vale aquí tanto por el sentido como por el referente. El signo representa lo presente en su ausencia. Tiene lugar en ello. Cuando no podemos tomar o mostrar la cosa, digamos lo presente, el ser-presente, cuando lo presente no se presenta, significamos, pasamos por el rodeo del signo. Tomamos o damos un signo. Hacemos signo. El signo sería, pues, la presencia diferida. Bien se trate de signo verbal o escrito, de signo monetario, de delegación electoral y de representación política, la circulación de los signos difiere el momento en el que podríamos encontrarnos con la cosa misma, adueñarnos de ella, consumirla o guardarla, tocarla, verla, tener la intuición presente. Lo que yo describo aquí para definir, en la banalidad de sus trazos, la significación como différance de temporización, es la estructura clásicamente determinada del signo: presupone que el signo, difiriendo la presencia, sólo es pensable a partir de la presencia que difiere y a la vista de la presencia diferida que pretende reapropiarse. Siguiendo esta semiología clásica, la sustitución del signo por la cosa misma es a la vez segunda y provisional: segunda desde una presencia original y perdida de la que el signo vendría a derivar; provisional con respecto a esta presencia final y ausente en vista de la cual el signo sería un movimiento de mediación.

Al tratar de poner en tela de juicio este carácter de secundariedad provisional del sustituto, sin duda veríamos anunciarse algo como una différance originaria, pero no se podrá siquiera llamarla originaria o final, en la medida en que los valores de origen, de arkhé, de telos, de ekhatos etc., siempre han denotado la presencia-ousia, parousia, etc. Cuestionar el carácter secundario y provisional del signo, oponerle una diferencia «originaria», tendría, pues, como consecuencias:

1. que ya no se podría comprender la différance bajo el concepto de «signo» que siempre ha querido decir representación de una presencia y se ha constituido en un sistema (pensamiento o lengua) regulado a partir y a la vista de la presencia;

2. que se pone así en tela de juicio la autoridad de la presencia o de su simple contrario simétrico, la ausencia o la falta. Se interroga así el límite que siempre nos ha constreñido, que todavía nos constriñe a nosotros, los hablantes de una lengua y de un sistema de pensamiento -a formar el sentido del ser en general como presencia o ausencia, en las categorías del ser y de la entidad (ousia). Se ve ya que el tipo de pregunta al que de este modo hemos sido reconducidos es, digamos, el tipo heideggeriano, y la diferencia parece conducirnos a la diferencia óntico-ontológica. Se me permitirá que posponga esta referencia. Señalaré solamente que entre la diferencia como temporización-temporalización, que ya no se puede pensar en el horizonte del presente, y lo que dice Heidegger en El ser y el tiempo de la temporalización como horizonte transcendental de la cuestión del ser, que es preciso liberar de la dominación tradicional y metafísica por el presente o el ahora, la comunicación es estrecha, incluso si no es exhaustiva e irreductiblemente necesaria.

Pero primero quedémonos en la problemática semiológica para ver conjugadas allí la différance como temporización y la différance como espaciamiento. La mayoría de las investigaciones semiológicas o lingüísticas que hoy dominan el campo del pensamiento, sea por sus propios resultados, sea por la función de modelo regulador que ven reconocer por todas partes, conducen genealógicamente a Saussure, errada o acertadamente, como al común instaurador. Ahora bien, Saussure es inicialmente quien ha situado lo arbitrario del signo y el carácter diferencial del signo en el principio de la semiología general, singularmente de la lingüística. Y los dos motivos -arbitrario y diferencial- son a sus ojos, es sabido, inseparables. No puede haber algo arbitrario si no es porque el sistema de los signos está constituido por diferencias, no por la totalidad de los términos. Los elementos de la significación funcionan no por la fuerza compacta de núcleo, sino por la red de las oposiciones que los distinguen y los relacionan unos a otros. «Arbitrario y diferencial», dice Saussure, «son dos cualidades correlativas».

Ahora bien, este principio de la diferencia, como condición de la significación, afecta a la totalidad del signo, es decir, a la vez a la cara del significado y a la cara del significante. La cara del significado es el concepto, el sentido ideal; y el significante es lo que Saussure llama la «imagen», «huella psíquica» de un fenómeno material, físico, por ejemplo acústico. No vamos a entrar aquí en todos los problemas que plantean estas definiciones. Citemos solamente a Saussure en el punto que nos interesa: «Si la parte conceptual del valor está constituida únicamente por relaciones y diferencias con los otros términos de la lengua se puede decir lo mismo de la parte material...» Todo lo que precede viene a decir que en la lengua no hay más que diferencias. Aun más, una diferencia supone en general términos positivos entre los que se establece: pero en la lengua no hay más que diferencias sin términos positivos. Ya tomemos el significado o el significante, la lengua no comporta ni ideas ni sonidos que preexistan al sistema lingüístico, sino solamente diferencias conceptuales o diferencias fónicas resultados de este sistema. «Lo que hay de idea o de materia fónica en un signo importa menos que lo que hay a su alrededor en los otros signos.»

Extraeremos como primera consecuencia que el concepto significado no está nunca presente en sí mismo, en una presencia suficiente que no conduciría más que a sí misma. Todo concepto está por derecho y esencialmente inscrito en una cadena o en un sistema en el interior del cual remite al otro, a los otros conceptos, por un juego sistemático de diferencias. Un juego tal, la différance, ya no es entonces simplemente un concepto, sino la posibilidad de la conceptualidad, del proceso y del sistema conceptuales en general. Por la misma razón, la différance, que no es un concepto, no es una mera palabra, es decir, lo que se representa como una unidad tranquila y presente, autorreferente, de un concepto y una fonía. Veremos más adelante lo que es una palabra en general.

La diferencia de la que habla Saussure no es en sí misma ni un concepto ni una palabra entre otras. Se puede decir esto a fortiori de la différance. Y así se nos conduce a explicitar la relación que une la una y la otra.

En una lengua, en el sistema de la lengua, no hay más que diferencias. Una operación taxonómica puede siempre proporcionar el inventario sistemático, estadístico y clasificatorio. Pero, por una parte, estas diferencias actúan: en la lengua, en el habla también y en el intercambio entre lengua y habla. Por otra parte, estas diferencias son en sí mismas efectos. No han caído del cielo ya listas; no están más inscritas en un topos noetos que prescritas en la cera del cerebro. Si la palabra «historia» no comportara en sí misma el motivo de una represión final de la diferencia, se podría decir que únicamente las diferencias pueden ser de entrada y totalmente «históricas».

Lo que se escribe como «différance» será así el movimiento de juego que «produce», por lo que no es simplemente una actividad, estas diferencias, estos efectos de diferencia. Esto no quiere decir que la différance que produce las diferencias esté antes que ellas en un presente simple y en sí mismo inmodificado, in-diferente. La différance es el «origen» no-pleno, no-simple, el origen estructurado y diferente (de diferir) de las diferencias. El nombre de «origen», pues, ya no le conviene.

Puesto que la lengua, de la que Saussure dice que es una clasificación, no ha caído del cielo, las diferencias se han producido, son efectos producidos, pero efectos que no tienen como causa un sujeto o una sustancia, una cosa en general, un ente presente en alguna parte y que escapa al juego de la différance. Si hubiera implicada una tal presencia, de la forma más clásica del mundo, en el concepto de causa en general, sería pues necesario hablar de efecto sin causa, lo que enseguida conduciría a no hablar más de efecto. La salida fuera del cierre de este esquema, he tratado de indicar su objetivo a través de la «marca» [«trace»], que ya no es un efecto que no tiene una causa, sino que no puede bastarse a sí misma, fuera de texto, para operar la transgresión necesaria.

Como no hay presencia antes de la diferencia semiológica y fuera de ella, se puede extender al signo en general lo que Saussure escribe de la lengua: «La lengua es necesaria para que el habla sea inteligible, y produzca todos sus efectos; pero ésta es necesaria para que la lengua se establezca; históricamente, el acto de habla la precede siempre.»

Reteniendo al menos el esquema, si no ya el sentido de la exigencia formulada por Saussure, designaremos como différance el movimiento según el cual la lengua, o todo código, todo sistema de repeticiones en general se constituye «históricamente» como entramado de diferencias. «Se constituye», «se produce», «se crea», «movimiento», «históricamente», etc., se deben entender más allá de la lengua metafísica en la que se han trazado con todas sus implicaciones. Sería necesario mostrar por qué los conceptos de producción, como los de constitución y de historia, son desde este punto de vista cómplices del que aquí ponemos en cuestión, pero esto me llevaría hoy demasiado lejos -hacia la teoría de la representación del «círculo» en el cual parece que estamos encerrados nosotros mismos- y yo no los uso aquí, como muchos otros conceptos, sino por comodidad estratégica y para iniciar la deconstrucción de su sistema en el punto actualmente más decisivo. Se habrá en todo caso comprendido, por el círculo mismo en que parecemos inscritos, que la différance, tal como se escribe aquí, no es más estática que genética, no es más estructural que histórica. O no menos, y es no leer, no leer sobre todo lo que aquí falta a la ética ortográfica, querer objetarla a partir de la más vieja de las oposiciones metafísicas, por ejemplo oponiéndole algún punto de vista generativo a un punto de vista estructuralista-taxonomista, o a la inversa. En cuanto a la différance, lo que sin duda hace el pensamiento incómodo y el confort poco seguro, estas oposiciones no tienen la más mínima pertinencia.

Si consideramos ahora la cadena en la que la «différance» se deja someter a un cierto número de substituciones no sinonímicas, según la necesidad del contexto, por qué recurrir a la «reserva», a la «archiescritura», al «archirrastro» [«archi-trace»], al «espaciamiento», incluso al «suplemento», o al pharmakon, pronto al himen, al margen-marca[marque]-marcha, etc.

Recomencemos. La différance es lo que hace, que el movimiento de la significación no sea posible más que si cada elemento llamado «presente», que aparece en la escena de la presencia, se relaciona con otra cosa, guardando en sí la marca [marque] del elemento pasado y dejándose ya hundir por la marca [marque] de su relación con el elemento futuro, no relacionándose la marca [trace] menos con lo que se llama el futuro que con lo que se llama el pasado, y constituyendo lo que se llama el presente por esta misma relación con lo que no es él: no es absolutamente, es decir, ni siquiera un pasado o un futuro como presentes modificados. Es preciso que le separe un intervalo de lo que no es él para que sea él mismo, pero este intervalo que lo constituye en presente debe también a la vez decidir el presente en sí mismo, compartiendo así, con el presente, todo lo que se puede pensar a partir de él, es decir, todo ente, en nuestra lengua metafísica, singularmente la sustancia o el sujeto. Constituyéndose este intervalo, decidiéndose dinámicamente, es lo que podemos llamar espaciamiento, devenir-espacio del tiempo o devenir-tiempo del espacio (temporalización). Y es esta constitución del presente, como síntesis «originaria» e irreductiblemente no-simple, pues, estricto sensu, no-originaria, de marcas [marques], de rastros [traces] de retenciones y de protenciones (para reproducir aquí, analógicamente y de manera provisional, un lenguaje fenomenológico y transcendental que se revelará enseguida inadecuado) que yo propongo llamar archi-escritura [archi-écriture], archirastro [archi-trace] o différance. Esta (es) (a la vez) espaciamiento (y) temporización.

Este movimiento (activo) de la (producción de la) différance sin origen, ¿no habríamos podido llamarla simplemente y sin neografismo, diferenciación? Entre otras confusiones, una palabra así hubiera dejado pensar en alguna unidad orgánica, originaria y homogénea, que en un momento dado viene a dividir, a recibir la diferencia como un acontecimiento. Sobre todo, formado sobre el verbo diferenciar, anularía la significación económica del rodeo, de la demora temporalizadora, del «diferir». Una nota, aquí, de paso. La debo a una lectura reciente de un texto que Koyré había consagrado en 1934, en la Revue d'histoire et de philosophie religieuse a Hegel en Jena (reproducida en sus Études d'histoire de la penseé philosophique). Koyré hace ahí largas citas, en alemán, de la Lógica de Jena y propone su traducción. Ahora bien, en dos ocasiones encuentra en el texto de Hegel la expresión differente Beziehung. Esta palabra de raíz latina (different) es rara en alemán y también, creo, en Hegel, que más bien dice verschieden, ungleich, que llama a la diferencia Unterschied, y Verschiedenheit a la variedad cualitativa. En la Lógica de Jena, se sirve de la palabra differente en el momento en que trata precisamente del tiempo y del presente. Antes de llegar a una discusión preciosa de Koyré, he aquí algunas frases de Hegel, tal como las traduce: «El infinito, en esta simplicidad, es, como momento opuesto a lo igual consigo mismo lo negativo, y en sus momentos, mientras que se presenta a (sí mismo) y en sí mismo la totalidad, (es) lo que excluye en general, el punto o el límite, pero en ésta su acción de negar, se relaciona inmediatamente con el otro y se niega a sí mismo. El límite o el momento del presente (der Gegen-wart), el «este» absoluto del tiempo, o el ahora, es de una simplicidad negativa absoluta, que excluye de sí absolutamente toda multiplicidad y, por esto mismo, está absolutamente determinado; es no un todo o un quantum que se extendería en sí (y) que, en sí mismo, también tendría un momento indeterminado, un diverso que, indiferente (gleichgültig) o exterior en el mismo, se relacionaría con otro (auf ein anderer bezöge), pero es ahí una relación absolutamente diferente del simple (sonderns es ist absolut differente Beziehung).» Y Koyré precisa de manera digna de mención en nota: «Relación diferente: diferente Beziehung. Se podría decir: relación diferenciante.» Y en la página siguiente, otro texto de Hegel, donde se puede leer esto: «Diese Beziehung ist Gegenwart, als eine differente Beziehung. (Esta relación es [el] presente como relación diferente).» Otra nota de Koyré: «El término different se toma aquí en un sentido activo.»

Escribir difiriente o différance (con una a) podría ya tener la utilidad de hacer posible, sin otra nota o precisión, la traducción de Hegel en este punto particular que también es un punto absolutamente decisivo de su discurso. Y la traducción sería, como siempre debe serlo, transformación de una lengua en otra. Naturalmente, sostengo que la palabra différance puede también servir para otros usos: inicialmente porque señala no sólo la actividad de la diferencia «originaria», sino también el rodeo temporalizador del diferir; sobre todo porque a pesar de relaciones de afinidad muy profunda que la diferancia así escrita mantiene con el discurso hegeliano, tal como debe ser leído, puede en un cierto punto no romper con él, lo que no tiene ningún tipo de sentido ni de oportunidad, sino operar en él una especie de desplazamiento a la vez ínfimo y radical, cuyo espacio trato de indicar en otro lugar pero del que me sería difícil hablar muy deprisa aquí.

Las diferencias son, pues, «producidas» -diferidas- por la différance. ¿Pero qué es lo que difiere o quién difiere? En otras palabras, ¿qué es la différance? Con esta pregunta llegamos a otro lugar y otro recurso de la problemática.

Que es lo que difiere? ¿Quién difiere? ¿Qué es la différance?

Si respondiéramos a estas preguntas antes incluso de interrogarlas como pregunta, antes de darles la vuelta y de sospechar de su forma, hasta en lo que parece en ellas más natural y más necesario, volveríamos ya a caer de este lado de lo que acabamos de despejar. Si aceptáramos, en efecto, la forma de la pregunta, en su sentido y en su sintaxis («qué es lo que», «qué es quien» «quién es el que»...), sería necesario admitir que la différance es derivada, sobrevenida, dominada y gobernada a partir del punto de un ente-presente [étant-présent], pudiendo éste ser cualquier cosa, una forma, un estado, un poder en el mundo, a los que se podrá dar toda clase de nombres, un que, o un ente presente como sujeto, un quien. En este último caso especialmente, se admitiría implícitamente que este ente presente, como ente presente para sí, como consciencia, llegaría en un momento dado a diferir de ella: ya sea a retrasar y a alejar la satisfacción de una «necesidad» o de un «deseo», ya sea a diferir de sí, pero, en ninguno de estos casos, un ente-presente semejante sería «constituido» por esa différance.

Ahora bien, si nos referimos una vez más a la diferencia semiológica, ¿qué es lo que Saussure, en particular, nos ha recordado? Que «la lengua [que no consiste, pues, más que en diferencias] no es una función del sujeto hablante». Esto implica que el sujeto (identidad consigo mismo o en su momento, consciencia de la identidad consigo mismo, consciencia de sí) está inscrito en la lengua, es «función» de la lengua, no se hace sujeto hablante más que conformando su habla, incluso en la llamada «creación», incluso en la llamada «transgresión», al sistema de prescripciones de la lengua como sistema de diferencias, o al menos a la ley general de la diferencia, rigiéndose sobre el principio de la lengua del que dice Saussure que es «el lenguaje menos el habla». «La lengua es necesaria para que el habla sea inteligible y produzca todos sus efectos.»

Si por hipótesis tenemos por absolutamente rigurosa la oposición del habla a la lengua, la différance será no sólo el juego de las diferencias en la lengua, sino la relación del habla con la lengua, el rodeo también por el cual debo pasar para hablar, la prenda silenciosa que debo dar, y que igualmente vale para la semiología general que rige todas las relaciones del uso y al esquema del mensaje, el código, etc. (He tratado de sugerir en otra parte que esta diferencia en la lengua y en la relación del habla con la lengua impide la disociación esencial que en otro estrato de su discurso quería tradicionalmente señalar Saussure entre el habla y la escritura. La práctica de la lengua o del código que supone un juego de formas, sin sustancia determinada e invariable, que supone también en la práctica de este juego una retención y una protención de las diferencias, un espaciamiento y una temporización, un juego de marcas [traces], es preciso que sea una especie de escritura avant la lettre una archiescritura sin origen presente, sin arkhe. De donde la tachadura regida por la arkhe y la transformación de la semiología general en gramatología, operando ésta un trabajo crítico sobre todo lo que, en la semiología y hasta en su concepto matriz -el signo- retenía presupuestos metafísicos incompatibles con el motivo de la différance.)

Podríamos sentirnos tentados por una objeción: ciertamente, el sujeto no se hace «hablante» más que comerciando con el sistema de las diferencias lingüísticas; o incluso el sujeto no se hace significante (en general, por el habla u otro signo) más que inscribiéndose en el sistema de las diferencias. En este sentido, ciertamente, el sujeto hablante o significante no estaría presente para sí en tanto que hablante o significante sin el juego de la diferencia lingüística o semiológica. Pero ¿no se puede concebir una presencia y una presencia para sí del sujeto antes de su habla o su signo, una presencia para sí del sujeto en una consciencia silenciosa e intuitiva?

Una pregunta semejante supone, pues, que antes del signo y fuera de él, con la exclusión de todo rastro [trace] y de toda différance es posible algo semejante a la consciencia. Y que, antes incluso de distribuir sus signos en el espacio y en el mundo, la consciencia puede concentrarse ella misma en su presencia. Ahora bien, ¿qué es la consciencia? ¿Qué quiere decir «consciencia»? Lo más a menudo en la forma misma del «querer decir» no se ofrece al pensamiento bajo todas sus modificaciones más que como presencia para sí, percepción de sí misma de la presencia. Y lo que vale de la consciencia vale aquí de la existencia llamada subjetiva en general. De la misma manera que la categoría del sujeto no puede y no ha podido nunca pensarse sin la referencia a la presencia como upokeimenon o como ousia, etc., el sujeto como consciencia nunca ha podido anunciarse de otra manera que como presencia para sí mismo. El privilegio concedido a la consciencia significa, pues, el privilegio concedido al presente; e incluso si se describe, en la profundidad con que lo hace Husserl, la temporalidad transcendental de la consciencia es al «presente viviente» al que se concede el poder de síntesis y de concentración incesante de las marcas.

Este privilegio es el éter de la metafísica, el elemento de nuestro pensamiento en tanto que es tomado en la lengua de la metafísica. No se puede delimitar un tal cierre más que solicitando hoy este valor de presencia del que Heidegger ha mostrado que es la determinación ontoteológica del ser; y al solicitar así este valor de presencia, por una puesta en tela de juicio cuyo status debe ser completamente singular, interrogamos el privilegio absoluto de esta forma o de esta época de la presencia en general que es la consciencia como querer-decir en la presencia para sí.

Ahora bien, llegamos, pues, a plantear la presencia -y singularmente la consciencia, el ser cerca de sí de la consciencia- no como la forma matriz absoluta del ser, sino como una «determinación» y como un «efecto». Determinación o efecto en el interior de un sistema que ya no es el de la presencia, sino el de la différance, y que ya no tolera la oposición de la actividad y de la pasividad, en mayor medida que la de la causa y del efecto o de la indeterminación y de la determinación, etc., de tal manera que al designar la consciencia como un efecto o una determinación se continúa, por razones estratégicas, que pueden ser más o menos lúcidamente deliberadas y sistemáticamente calculadas, a operar según el léxico de lo mismo que se de-limita.

Antes de ser, tan radicalmente y tan expresamente, el de Heidegger, este gesto ha sido también el de Nietzsche y el de Freud; quienes, uno y otro, como es sabido, y a veces de manera tan semejante, han puesto en tela de juicio la consciencia en su certeza segura de sí. Ahora bien, ¿no es notable que lo hayan echo uno y otro a partir del motivo de la différance?

Este aparece casi señaladamente en sus textos y en esos lugares donde se juega todo. No podría extenderme aquí; simplemente recordaré que para Nietzsche la gran actividad principal es inconsciente y que la consciencia es el efecto de las fuerzas cuya esencia y vías y modos no le son propios. Ahora bien, la fuerza misma nunca está presente: no es más que un juego de diferencias y de cantidades. No habría fuerza en general sin la diferencia entre las fuerzas; y aquí la diferencia de cantidad cuenta más que el contenido de la cantidad, que la grandeza absoluta misma: «La cantidad misma no es, pues, separable de la diferencia de cantidad. La diferencia de cantidad es la esencia de la fuerza, la relación de la fuerza con la fuerza. Soñar con dos fuerzas iguales, incluso si se les concede una oposición de sentido, es un sueño aproximativo y grosero, sueño estadístico donde lo viviente se sumerge, pero que disipa la química» (G. Deleuze, Nietzsche et la philosophie, pág. 49). Todo el pensamiento de Nietzsche ¿no es una crítica de la filosofía como indiferencia activa ante la diferencia, como sistema de reducción o de represión a-diaforística? Lo cual no excluye que según la misma lógica, según la lógica misma, la filosofía viva en y de la différance, cegándose así a lo mismo que no es lo idéntico. Lo mismo es precisamente la différance (con una a) como paso desviado y equívoco de un diferente a otro, de un término de la oposición a otro. Podríamos así volver a tomar todas las parejas en oposición sobre las que se ha construido la filosofía y de las que vive nuestro discurso para ver ahí no borrarse la oposición, sino anunciarse una necesidad tal que uno de los términos aparezca como la différance del otro, como el otro diferido en la economía del mismo (lo inteligible como difiriendo de lo sensible, como sensible diferido; el concepto como intuición diferida-diferente; la cultura como naturaleza diferida-diferente; todos los otros de la physis-techne, nomos, thesis, sociedad, libertad, historia, espíritu, etc., -como physis diferida o como physis diferente. Physis en différance. Aquí se indica el lugar de una reciente interpretación de la mimesis, en su pretendida oposición a la physis). Es a partir de la muestra de este mismo como différance cuando se anuncia la mismidad de la diferencia y de la repetición en el eterno retorno. Tantos temas que se pueden poner en relación en Nietzsche con la sintomatología que siempre diagnostica el rodeo o la artimaña de una instancia disfrazada en su différance; o incluso con toda la temática de la interpretación activa que sustituye con el desciframiento incesante al desvelamiento de la verdad como presentación de la cosa misma en su presencia, etc. Cifra sin verdad, o al menos sistema de cifras no dominado por el valor de verdad que se convierte entonces en sólo una función comprendida, inscrita, circunscrita.

Podremos, pues, llamar différance a esta discordia «activa», en movimiento, de fuerzas diferentes y de diferencias de fuerzas que opone Nietzsche a todo el sistema de la gramática metafísica en todas partes donde gobierna la cultura, la filosofía y la ciencia.

Es históricamente significante que esta diaforística en tanto que energética o economía de fuerzas, que se ordena según la puesta, en tela de juicio de la primacía de la presencia como consciencia, sea también el motivo capital del pensamiento de Freud: otra diaforística, a la vez teoría de la cifra (o de la marca [trace]) y energética. La puesta en tela de juicio de la autoridad de la consciencia es inicialmente y siempre diferencial.

Los dos valores aparentemente diferentes de la différance se anudan en la teoría freudiana: el diferir como discernibilidad, distinción, desviación, diastema, espaciamiento, y el diferir como rodeo, demora, reserva, temporización.

1. Los conceptos de marca [trace] (Spur), de facilitación (Bahnung), de fuerzas de facilitación son desde el Entwurt [Proyecto de una psicología para neurólogos] inseparables del concepto de diferencia. No se puede describir el origen de la memoria y del psiquismo como memoria en general (consciente o inconsciente) más que tomando en consideración la diferencia entre los razonamientos. Freud lo dice expresamente. No hay facilitación sin diferencia ni diferencia sin marca [trace].

2. Todas las diferencias en la producción de marcas [traces] inconscientes y en los procesos de inscripción (Niederschrift) pueden también ser interpretadas como momentos de la différance, en el sentido de la puesta en reserva. Según un esquema que no ha cesado de guiar el pensamiento de Freud, el movimiento de la marca [trace] se describe como un esfuerzo de la vida que se protege a sí misma difiriendo la inversión peligrosa, constituyendo una reserva (Vorrat) y todas las oposiciones de conceptos que surcan el pensamiento freudiano relacionan cada uno de los conceptos a otro como los momentos de un rodeo en la economía de la différance. El uno no es más que el otro diferido, el uno que difiere del otro. El uno es el otro en différance, el uno es la différance del otro. Así es como toda oposición aparentemente rigurosa e irreductible (por ejemplo, la de lo secundario y lo primario) se ve calificar, en uno u otro momento, de «ficción teórica». Es también así, por ejemplo (pero este ejemplo gobierna todo, comunica con todo), como la diferencia entre el principio del placer y el principio de realidad no es sino la différance como rodeo (Aufschieben, Aufschub). En Más allá del principio de placer escribe Freud: «Bajo la influencia del instinto de conservación del yo, el principio del placer se borra y cede el lugar al principio de realidad que hace que, sin renunciar al fin último que constituye el placer, consintamos en diferir la realización, en no aprovechar ciertas posibilidades que se nos ofrecen de apresurarnos en ello, incluso en soportar, a favor del largo rodeo (Aufschub) que tomamos para llegar al placer, un momentáneo descontento.»

Aquí tocamos el punto de mayor oscuridad en el enigma mismo de la différance, lo que divide justamente el concepto en una extraña partición. No es preciso apresurarse a decidir. ¿Cómo pensar a la vez la différance como rodeo económico que, en el elemento del mismo, pretende siempre reencontrar el placer en el lugar en que la presencia es diferida por cálculo (consciente o inconscientemente) y por otra parte la différance como relación con la presencia imposible, como gasto sin reserva, como pérdida irreparable de la presencia, usura irreversible de la energía, como pulsión de muerte y relación con el otro que interrumpe en apariencia toda economía? Es evidente -es absolutamente evidente- que no se pueden pensar conjuntamente lo económico y lo no-económico, lo mismo y lo totalmente-otro, etc. Si la différance es este impensable, quizá no es necesario apresurarse a hacerlo evidente, en el elemento filosófico de la evidencia que habría hecho pronto disipar la ilusión y lo ilógico, con la infalibilidad de un cálculo que conocemos bien, para haber reconocido precisamente su lugar, su necesidad, su función en la estructura de la différance. Lo que en la filosofía sacaría provecho ya ha sido tomado en consideración en el sistema de la différance tal como se calcula aquí. He tratado en otra parte, en una lectura de Bataille, de indicar lo que podría ser una puesta en contacto, si se quiere, no sólo rigurosa, sino, en un nuevo sentido, «científica», de esta «economía limitada» que no deja lugar al gasto sin reserva, a la muerte, a la exposición al sin sentido, etc., y de una economía general que toma en consideración la no-reserva, si se puede decir, que tiene en reserva la no-reserva. Relación entre una différance que encuentra su cuenta y una différance que fracasa en encontrar su cuenta, la apuesta [mise] de la presencia pura y sin pérdida confundiéndose con la de la pérdida absoluta, de la muerte. Por esta puesta en contacto de la economía limitada y de la economía general se desplaza y se reinscribe el proyecto mismo de la filosofía, bajo la especie privilegiada del hegelianismo. Se doblega la Aufhebung -el relevo- a escribirse de otra manera. Quizá, simplemente, a escribirse. Mejor, a tomar en consideración su consumación de escritura.

Pues el carácter económico de la différance no implica de ninguna manera que la presencia diferida pueda ser todavía reencontrada, que no haya así más que una inversión que retarda provisionalmente y sin pérdida la presentación de la presencia, la percepción del beneficio o el beneficio de la percepción. Contrariamente a la interpretación metafísica, dialéctica, «hegeliana» del movimiento económico de la différance, hay que admitir aquí un juego donde quien pierde gana y donde se gana y pierde cada vez. Si la presentación desviada sigue siendo definitiva e implacablemente rechazada, no es sino un cierto presente lo que permanece escondido o ausente; pero la différance nos mantiene en relación con aquello de lo que ignoramos necesariamente que excede la alternativa de la presencia y de la ausencia. Una cierta alteridad -Freud le da el nombre metafísico de inconsciente- es definitivamente sustraída a todo proceso de presentación por el cual lo llamaríamos a mostrarse en persona. En este contexto y bajo este nombre el inconsciente no es, como es sabido, una presencia para sí escondida, virtual, potencial. Se difiere, esto quiere decir sin duda que se teje de diferencias y también que envía, que delega representantes, mandatarios; pero no hay ninguna posibilidad de que el que manda «exista», esté presente, sea el mismo en algún sitio y todavía menos de que se haga consciente. En este sentido, contrariamente a los términos de un viejo debate, el lado fuerte de todas las inversiones metafísicas que ha realizado siempre, el «inconsciente» no es más una «cosa» que otra cosa, no más una cosa que una consciencia virtual o enmascarada. Esta alteridad radical con relación a todo modo posible de presencia se señala en efectos irreductibles de destiempo, de retardamiento. Y, para describirlos, para leer las marcas [traces] de las marcas [traces] «inconscientes» (no hay marca [trace] «consciente»), el lenguaje de la presencia o de la ausencia, el discurso metafísico de la fenomenología es inadecuado (pero el «fenomenólogo» no es el único que habla).

La estructura del retardamiento (Nachträglichkeit), impide en efecto que se haga de la temporalización una simple complicación dialéctica del presente vivo como síntesis originaria e incesante, constantemente reconducida a sí, concentrada sobre sí, concentrante, de rastros [traces] retencionles y de aberturas protencionales. Con la alteridad del «inconsciente» entramos en contacto no con horizontes de presentes modificados -pasados o por venir-, sino con un «pasado» que nunca ha sido presente y que no lo será jamás, cuyo «por-venir» nunca será la producción o la reproducción en la forma de la presencia. El concepto de rastro [trace] es, pues, inconmensurable con el de retención, de devenir-pasado de lo que ha sido presente. No se puede pensar el rastro [la trace] -y así la différance- a partir del presente, o de la presencia del presente.

Un pasado que nunca ha sido presente, esta es la fórmula por la cual Emmanuel Levinas, según vías que ciertamente no son las del psicoanálisis, califica la marca [la trace] y el enigma de la alteridad absoluta: el otro [autrui]. En estos límites y desde este punto de vista al menos, el pensamiento de la différance implica toda la crítica de la ontología clásica emprendida por Levinas. Y el concepto de marca [trace], como el de différance, organiza así a través de estas marcas [traces] diferentes y estas diferencias de marcas [traces], en el sentido de Nietzsche, de Freud, de Levinas (estos «nombres de autores» no son aquí más que indicios), la red que concentra y atraviesa nuestra «época» como delimitación de la ontología (de la presencia).

Es decir, del ente o de la entidad [l’étant ou de l’étantité]. En todas partes, es la dominación del ente [l’etant] lo que viene a solicitar la différance, en el sentido en que solicitare significa, en viejo latín, sacudir como un todo, hacer temblar en totalidad. Es la determinación del ser como presencia o como enticidad [étantité] lo que es así pues interrogado por el pensamiento de la différance. Una pregunta semejante no podría surgir y dejarse comprender sin que se abriera en alguna parte la diferencia que hay entre el ser y el ente [la différence de l’être à l’étant]. Primera consecuencia: la différance no es. No es un ente-presente [étant-présent], por excelente, único, de principio o transcendental que lo queramos considerar. No gobierna nada, no reina sobre nada, y no ejerce en ninguna parte autoridad alguna. No se anuncia por ninguna mayúscula. No sólo no hay reino de la différance, sino que ésta fomenta la subversión de todo reino. Lo que la hace evidentemente amenazante e infaliblemente temida por todo lo que en nosotros desea el reino, la presencia pasada o por venir de un reino. Y es siempre en el nombre de un reino como se puede, creyendo verla engrandecerse con una mayúscula, reprocharle querer reinar.

¿Es que, sin embargo, la diferencia se ajusta en la desviación de la diferencia óntico-ontológica tal como se piensa; tal como la «época» se piensa ahí en particular «a través», si aún puede decirse, de la meditación heideggeriana?

No hay respuesta simple a una pregunta semejante.

Por una cierta cara de sí misma, la différance no es ciertamente más que el despliegue histórico y de época del ser o de la diferencia ontológica. La a de la différance señala el movimiento de este despliegue.

Y sin embargo, el pensamiento del sentido o de la verdad del ser, la determinación de la différance en diferencia óntico-ontológica, la diferencia pensada en el horizonte de la cuestión del ser, ¿no es todavía un efecto intrametafísico de la différance? El despliegue de la différance no es quizá sólo la verdad del ser o de la epocalidad del ser. Quizá hace falta intentar pensar este pensamiento inaudito, este trazado silencioso: que la historia del ser, cuyo pensamiento inscribe al logos griego-occidental, no es en sí misma, tal como se produce a través de la diferencia ontológica, más que una época del diapherein. No podríamos siquiera llamarla desde aquí «época» perteneciendo el concepto de epocalidad al interior de la historia como historia del ser. No habiendo tenido nunca «sentido» el ser, no habiendo nunca sido pensado o dicho como tal más que disimulándose en el ente, la différance de una cierta y muy extraña manera, (es) más «vieja» que la diferencia ontológica o que la verdad del ser. A esta edad se la puede llamar juego de la marca [trace]. De una marca [trace] que no pertenece ya al horizonte del ser sino cuyo juego lleva y cerca el sentido del ser: juego de la marca [trace] o de la différance que no tiene sentido y que no existe. Que no pertenece. Ningún mantenimiento, pero ninguna profundidad para este damero sin fondo donde el ser se pone en juego.

Es acaso así como el juego heracliteano del en diapheron eauto, del uno diferente de sí, difiriéndose consigo, se pierde ya como una marca [trace] en la determinación del diapherein en diferencia ontológica.

Pensar la diferencia ontológica sigue siendo sin duda, una tarea difícil cuyo enunciado ha permanecido casi inaudible. También prepararse más allá de nuestro logos, para una différance tanto más violenta cuanto que no se deja todavía reconocer como epocalidad del ser y diferencia ontológica, no es ni eximirse del paso por la verdad del ser ni de ninguna manera «criticarlo», «contestarlo», negar su incesante necesidad. Es necesario, por el contrario, quedarse en la dificultad de este paso, repetirlo en la lectura rigurosa de la metafísica en todas partes donde normaliza el discurso occidental, y no solamente en los textos de la «historia de la filosofía». Hay que dejar en todo rigor aparecer/desaparecer la marca [trace] de lo que excede la verdad del ser. Marca [Trace] (de lo) que no puede nunca presentarse, marca [trace] que en sí misma no puede nunca presentarse: aparecer y manifestarse como tal en su fenómeno. Marca [trace] más allá de lo que liga en profundidad la ontología fundamental y la fenomenología. Siempre difiriendo, la marca [trace] no está nunca como tal en presentación de sí. Se borra al presentarse, se ensordece resonando, como la a al escribirse, inscribiendo su pirámide en la différance.

De este movimiento siempre se puede descubrir la marca [trace] anunciadora y reservada en el discurso metafísico y sobre todo en el discurso contemporáneo que habla, a través de las tentativas en que nos hemos interesado hace un instante (Nietzsche, Freud, Levinas) del cierre de la ontología. Singularmente en el texto heideggeriano.

Este nos provoca a interrogar la esencia del presente, la presencia del presente.

Qué es el presente? Qué es pensar el presente en su presencia?

Consideremos por ejemplo, el texto de 1946 que se titula Der Spruch des Anaximander. Heidegger recuerda ahí que el olvido del ser olvida la diferencia del ser y el ente: «Pero la cosa del ser (die Sache des Seins), es ser el ser de lo ente. La forma lingüística de este genitivo con multivalencia enigmática nombra una génesis (Genesis), una proveniencia (Herkunft) del presente a partir de la presencia (des Anbwesenden aus dem Anwesen). Pero, con la muestra de los dos, la esencia (Wesen) de esta proveniencia permanece secreta (verborgen). No solamente la esencia de esta proveniencia, sino también la simple relación entre presencia y presente (Anwesen und Anwesendem) permanece impensada. Desde la aurora, parece que la presencia, y el ente-presente sean, cada uno por su lado, separadamente algo. Imperceptiblemente, la presencia se hace ella-misma un presente... La esencia de la presencia (Des Wesen des Anwesens) y así la diferencia de la presencia y el presente es olvidada. El olvido del ser es el olvido de la diferencia del ser y el ente (traducción en Chemins, págs. 296-297).[i]

Recordándonos la diferencia entre el ser y el ente (la diferencia ontológica) como diferencia de la presencia y el presente, Heidegger avanza una proposición, un conjunto de proposiciones que aquí no se tratará, por una precipitación propia de la necedad, de «criticar», sino de devolver más bien a su poder de provocación.

Procedamos lentamente. Lo que Heidegger quiere, pues, señalar [marquer] es esto: la diferencia del ser y el ente, lo olvidado de la metafísica, ha desaparecido sin dejar marca [trace]. La marca [trace] misma de la diferencia se ha perdido. Si admitimos que la différance (es) (en sí misma) otra cosa que la ausencia y la presencia, si marca, [trace] sería preciso hablar aquí, tratándose del olvido de la diferencia (del ser y el ente), de una desaparición de la marca [trace] de la marca [trace]. Es lo que parece implicar tal pasaje de La palabra de Anaximandro. «El olvido del ser forma parte de la esencia misma del ser, velado por él. El olvido pertenece tan esencialmente al destino del ser que la aurora de este destino comienza precisamente en tanto que desvelamiento del presente en su presencia. Esto quiere decir: la historia del ser comienza por el olvido del ser en que el ser retiene su esencia, la diferencia con lo ente. La diferencia falta. Permanece olvidada. Sólo lo diferenciado -el presente y la presencia (das Anwesende und dar Anwesen) se desabriga, pero no en tanto que lo diferenciado. Al contrario, la marca [trace] matinal (die frühe Spur) de la diferencia se borra desde el momento en que la presencia aparece como un ente-presente (Das Anwesen wie ein Anwesendes erscheint) y encuentra su proveniencia en un (ente)-presente supremo (in einem höchsten Anwesenden)».[ii]

No siendo la marca [trace] una presencia, sino un simulacro de una presencia que se disloca, se desplaza, se repite, no tiene propiamente lugar, el borrarse pertenece a su estructura. No sólo el borrarse que siempre debe poder sorprenderla, a falta de lo que ella no sería marca [trace], sino indestructible, monumental substancia, sino el borrarse que [la constitue d’entrée de jeu en trace, qui l’installe en changement de lieu] y la hace desaparecer en su aparición, salir de sí en su posición. El borrarse de la marca [trace] precoz (die frühe Spur) de la diferencia es, pues, «el mismo» que su trazado [tracement] en el texto metafísico. Este debe haber guardado la marca [marque] de lo que ha perdido o reservado, dejado de lado. La paradoja de una estructura semejante, es, en el lenguaje de la metafísica, esta inversión del concepto metafísico que produce el efecto siguiente: el presente se hace el signo del signo, la marca [trace] de la marca [trace]. Ya no es aquello a lo que en última instancia reenvía todo reenvío. Se convierte en una función dentro de una estructura de reenvío generalizada. Es marca [trace] y marca [trace] del borrarse de la marca [trace].

El texto de la metafísica es así comprendido. Todavía legible; y para leerse. No está rodeado, sino atravesado por su límite, marcado [marqué] en su interior por la estela múltiple de su margen. Proponiendo a la vez el monumento y el espejismo de la marca [trace], la marca [trace] simultáneamente marcada [tracée] y borrada, simultáneamente viva y muerta, viva como siempre al simular también la vida en su inscripción guardada. Pirámide. No un límite que hay que franquear, sino pedregosa, sobre una muralla, en otras palabras que hay que descifrar, un texto sin voz.

Se piensa entonces sin contradicción, sin conceder al menos ninguna pertinencia a tal contradicción, lo perceptible y lo imperceptible de la marca [trace]. La «marca [trace] matinal» de la diferencia se ha perdido en una invisibilidad sin retorno y, sin embargo, su pérdida misma está abrigada, guardada, mirada, retardada. En un texto. Bajo la forma de la presencia. De la propiedad. Que en sí misma no es más que un efecto de escritura.

Después de haber hablado del borrarse de la marca [trace] matinal, Heidegger puede, pues, en la contradicción sin contradicción, consignar contrasignar el empotramiento de la marca [trace]. Un poco más lejos: -«La diferencia del ser y lo ente no puede sin embargo, llegar luego a la experiencia como un olvido más que si se ha descubierto ya con la presencia del presente (mit dem Anwesen des Anwesenden), y si está así sellada en una marca [trace] (so eine Spur geprägt hat) que permanece guardada (gewahrt bleibt) en la lengua a la que adviene el ser.»[iii]

Más adelante de nuevo, meditando el to khreon de Anaximandro, traducido aquí como Brauch (conservación) [maintien], Heidegger escribe esto:

«Disponiendo acuerdo y deferencia (Fug und Ruch. verfügend) la conservación libera el presente (Anwesende) en su permanencia y lo deja libre cada vez para su estancia. Pero por eso mismo, el presente se ve igualmente comprometido en el peligro constante de endurecerse en la insistencia (in das blosze Beharren verbärtet) a partir de su duración que permanece. Así la conservación (Brauch) sigue siendo al mismo tiempo en sí misma des-poseimiento (Aushändigung: des-conservación) de la presencia (des Anwesens) in der Un-fug, en lo disonante (el desunimiento). La conservación añade el des- (Der Brauch fügt das Un-).»[iv]

Y es en el momento en que Heidegger reconoce la conservación como marca [trace] cuando debe plantearse la cuestión: ¿se puede y hasta dónde se puede pensar esta marca y el des- [dis] de la différance como Wesen des Seins? ¿El des- de la diferencia no nos lleva más allá de la historia del ser, más allá de nuestra lengua también y de todo lo que en ella puede nombrarse? ¿No apela, en la lengua del ser, a la transformación, necesariamente violenta, de esta lengua en una lengua totalmente diferente?

Precisemos esta cuestión. Y, para desalojar en ella la «marca» [«trace»] (y ¿quién ha creído que se ojeaba algo más que pistas para despistar?), leamos otra vez este pasaje:

«La traducción de to khreon como: «la conservación» (Brauch) no proviene de reflexiones etimológico-léxicas. La elección de la palabra «conservación» proviene de una tra-ducción anterior (Ubersetzen) del pensamiento que trata de pensar la diferencia en el despliegue del ser (im Wesen des Seins) hacia el comienzo historial del olvido del ser. La palabra «la conservación» es dictada al pensamiento en la aprehensión (Erfahrung) del olvido del ser. Lo que de esto propiamente hay que pensar en la palabra «la conservación», to khreon nombra propiamente una marca [trace] (Spur), marca [trace] que desaparece enseguida (aisbald verschwindet) en la historia del ser que se muestra histórico-mundialmente como metafísica occidental.»[v]

¿Cómo pensar lo que está fuera de un texto? ¿Más o menos como su propio margen? Por ejemplo, ¿lo otro del texto de la metafísica occidental? Ciertamente la «marca [trace] que desaparece enseguida en la historia del ser... como metafísica occidental» escapa a todas las determinaciones, a todos los nombres que podría recibir en el texto metafísico. En estos nombres se abriga y así se disimula. No aparece ahí como la marca [trace] «en sí misma». Pero es porque no podría nunca aparecer en sí misma, como tal. Heidegger también dice que la diferencia no puede aparecer en tanto que tal: «Lichtung des Unterschiedes kann deshalb auch nicht bedeuten, dasz der Unterschied als der Unterschied erscheintNo hay esencia de la différance, ésta (es) lo que no sólo no sabría dejarse apropiar en él como tal de su nombre o de su aparecer, sino lo que amenaza la autoridad del como tal en general, de la presencia de la cosa misma en su esencia. Que no haya, en este punto, esencia propia[vi], de la différance, implica que no haya ni ser ni verdad del juego de la escritura en tanto que inscribe la différance.

Para nosotros, la différance sigue siendo un nombre metafísico y todos los nombres que recibe en nuestra lengua son aún, en tanto que nombres, metafísicos. En particular cuando dicen la determinación de la différance como diferencia entre la presencia y el presente (Anwesen/Anwesend), pero sobre todo, y ya de la manera más general cuando dicen la determinación de la différance como diferencia entre el ser y el ente.

Más «vieja» que el ser mismo, una tal différance no tiene ningún nombre en nuestra lengua. Pero «sabemos ya» que si es innombrable no es por provisión, porque nuestra lengua todavía no ha encontrado o recibido este nombre, o porque sería necesario buscarlo en otra lengua, fuera del sistema finito de la nuestra. Es porque no hay nombre para esto ni siquiera el de esencia o el de ser, ni siquiera el de «différance», que no es un nombre, que no es una unidad nominal pura y se disloca sin cesar en una cadena de sustituciones que difieren.

«No hay nombre para esto»: leer esta proposición en su banalidad. Este innombrable no es un ser inefable al que ningún nombre podría aproximarse: Dios por ejemplo. Este innombrable es el juego que hace que haya efectos nominales, estructuras relativamente unitarias o atómicas que se llaman nombres, cadenas de sustituciones de nombres, y en las que, por ejemplo, el efecto nominal «différance» es él mismo acarreado, llevado, reinscrito, como una falsa entrada o una falsa salida todavía es parte del juego, función del sistema.

Lo que sabemos, lo que sabríamos si se tratara aquí simplemente de un saber, es que no ha habido nunca, que nunca habrá palabra única, nombre-señor. Es por lo que el pensamiento de la letra a de la différance no es prescripción primera ni el anuncio profético de una nominación inminente y todavía inoída. Esta «palabra» no tiene nada de kerygmática, por poco que se pueda percibir la mayusculación. Poner en cuestión el nombre de nombre.

No habrá nombre único, aunque sea el nombre del ser. Y es necesario pensarlo sin nostalgia, es decir, fuera del mito de la lengua puramente materna o puramente paterna, de la patria perdida del pensamiento. Es preciso, al contrario, afirmarla, en el sentido en que Nietzsche pone en juego la afirmación, con una risa y un paso de danza.

Desde esta risa y esta danza, desde esta afirmación extraña a toda dialéctica, viene cuestionada esta otra cara de la nostalgia que yo llamaré la esperanza heideggeriana. No paso por alto lo que esta palabra puede tener aquí de chocante. Me arriesgo no obstante, sin excluir implicación alguna, y lo pongo en relación con lo que La palabra de Anaximandro me parece retener de la metafísica: la búsqueda de la palabra propia y del nombre único. Hablando de la «primera palabra del ser» (das frühe Wort des Seins), escribe Heidegger: «La relación con el presente, que muestra su orden en la esencia misma de la presencia, es única (ist eine einzige). Permanece por excelencia incomparable a cualquier otra relación, pertenece a la unicidad del ser mismo (Sie gehört zur Einzigkeit des Seins selbst). La lengua debería, pues, para nombrar lo que se muestra en el ser (das Wesende des Seins), encontrar una sola palabra, la palabra única (ein einziges, das einzige Wort). Es aquí donde medimos lo arriesgado que es toda palabra del pensamiento [toda palabra pensante: denkende Wort] que se dirige al ser (das dem Sein zugesprochen wird). Sin embargo, lo que aquí se arriesga no es algo imposible; pues el ser habla en todas partes y siempre y a través de toda lengua.»[vii]

Tal es la cuestión: la alianza del habla y del ser en la palabra única, en el nombre al fin propio. Tal es la cuestión que se inscribe en la afirmación jugada de la différance. Se refiere a cada uno de los miembros de esta frase: «El ser/habla/en todas partes y siempre/a través de/toda/lengua.»

Jacques Derrida



* Juega Derrida con la doble connotación diferente/diferencia y diferente/desavenencia, que, en castellano, está también incluida en el término «diferencias». (N. del T)

[i]Pero el asunto del ser, es ser el ser de lo ente.

La forma lingüística de este genitivo enigmáticamente polisémico, nombra una génesis, un origen de lo presente, a partir de la presencia. Pero con la presencia de ambos, la esencia de este origen permanece oculta. No sólo ésta, sino incluso la relación entre presencia y presente permanece impensada. Desde muy temprano parece como si la presencia y lo presente fueran algo cada uno por separado. Imperceptiblemente, la presencia se convierte ella misma en un presente. [...] La esencia de la presencia y, con ella, la diferencia de la presencia respecto a lo presente, queda olvidada. El olvido del ser es del olvido de la diferencia entre el ser y lo ente.» Trad. cast. de Helena Cortés y Arturo Leyte en «Caminos del bosque», Alianza, Madrid, 1996, pág. 329.]

[ii]El olvido del ser forma parte de la esencia del ser velada por el propio olvido. Forma parte tan esencial del destino del ser, que la aurora de este destino comienza como desvelamiento de lo presente en su presencia. Esto quiere decir que la historia del ser comienza con el olvido del ser, dede el momento en que el ser se repliega con su esencia: la diferencia respecto a lo ente. Cae la diferencia. Queda olvidada. Lo que se desencubre es lo diferente, lo presente y la presencia, pero no en tanto que eso diferente. Por el contrario, se borra hasta la primera huella de diferencia, dede el momento en que la presencia se manifiesta como lo presente y encuentra su origen en un supremo presente.» Trad. cast. de Helena Cortés y Arturo Leyte en «Caminos de bosque», Alianza, Madrid, 1996, pág. 329

[iii]Pero al haber sido olvidada la diferencia del ser respecto a lo ente sólo puede ser experimentada cuando ya se desvela en la presencia de lo presente y, de este modo, imprime una huella que permanece guardada en el lenguaje al que llega el ser.» Trad. cast. de Helena Cortés y Arturo Leyte en «Caminos de bosque», Alianza, Madrid, 1996, pág. 329-330.]

[iv] [«Disponiendo acuerdo y atención, el uso libera en la morada y abandona en cada ocasión a lo presente a su morada. Pero, de este modo, también se ve entregado al contante peligro de endurecerse en la mera persistencia a partir de la insistencia que mora. Por lo tanto, el uso sigue siendo en sí, al mismo tiempo, la entrega en mano de lo presente en el des-acuerdo. El uso dispone el des-.» Trad. cast. de Helena Cortés y Arturo Leyte en «Caminos de bosque», Alianza, Madrid, 1996, pág. 332-333.]

[v] [«La traducción de to khreôn por “el uso” no ha surgido sólo de una meditación etimológica y léxica. La elección del termino uso nace de una traslación anterior del pensar, que intenta pensar la diferencia en la esencia del ser, en el inicio destinal del olvido del ser. La palabra «uso» ha sido dictada al pensar en la experiencia del olvido del ser. Probablemente, to khreôn nombra un rastro de lo que queda verdaderamente por pensar en el término “uso” rastro que desaparece de inmediato en el destino del ser, el cual se despliega en la historia del mundo como metafísica occidental.» Trad. cast. de Helena Cortés y Arturo Leyte en «Caminos de bosque», Alianza, Madrid, 1996, pág. 341.]

[vi] La différance no es una «especie» del género «diferencia ontológicas. Si «la donación de presencia es propiedad del Ereignen» («Die Gabe von Anwesen ist Eigentum des Ereignens») («Zeit und Sein», en L'endurance de la pensée, Plon, 1968, tr. fr. Fédier, pág. 63), la différance no es un proceso de propiación en cualquier sentido que se tome. No es ni la posición (apropiación) ni la negación (expropiación), sino lo otro. Desde este momento, parece, pero señalamos aquí nosotros más bien la necesidad de un recorrido que ha de venir, no sería más que el ser una especie del género Ereignis. Heidegger «... entonces el ser tiene su lugar en el movimiento que hace advenir a si lo propio (Dan gebört das Sein in das Ereignen). De él acogen y reciben su determinación el dar y su donación. Entonces el ser sería un género del Ereignis y no el Ereignis un género del ser. Pero la huida que busca refugio en semejante inversión sería demasiado barata. Pasa al lado del verdadero pensamiento de la cuestión y de su paladín (Sie denkt am Sachverhalt vorbei). Ereignis no es el concepto supremo que comprende todo, y bajo el que se podrían alinear ser y tiempo. Las relaciones lógicas de orden no quieren decir nada aquí. Pues, en la medida en que pensamos en pos del ser mismo y seguimos lo que tiene de propio (seinem Eigenen folgen), éste se revela como la donación, concedida por la extensión (Reichen) del tiempo, del destino de parousia (gewährte Gabe des geschickes von Anwesenheit). La donación de presencia es propiedad del Ereignen (Die Dabe von Anweswn ist Eigentum des Ereignens)».

[«Entonces el ser pertenece al [acaecer como] apropiar. Desde éste reciben su determinación el dar y su don. Entonces sería el ser una especie de acaecimiento y no el acaecimiento una especie del ser.

La huida a semejante inversión sería demasiado fácil. Soslaya con el pensamiento la índole de la cosa. El acaecimiento entendido como “apropiación” o acaecimiento apropiador no es el concepto abarcante superior, bajo el cual se dejan ordenar ser y tiempo. Las relacines de ordenación lógica aquí no dicen nada. Pues, si buscamos con el pensamiento el rastro al ser mismo y seguimos lo que tiene de propio, el ser se demuestra como el don, concedido en la verdad mediante la regalía del tiempo, del destino de la presencia. El don, la donación del estar presente es propiedad del apropiar. » Traducción de Manuel Garrido, en «Tiempo y Ser», Tecnos, Madrid, 2000, p. 41.]

Sin la reinscripción desplazada en esta cadena (ser, presencia, propiación, etc.), no se transformará nunca de manera rigurosa e irreversible las relaciones entre lo onto-lógico, general o fundamental, y lo que ella domina o se subordina a título de ontología regional o de ciencia particular: por ejemplo, la economía política, el psicoanálisis, la semiolingüística, la retórica, en los que el valor de propiedad desempeña, más que en otras partes, un papel irreductible, pero igualmente las metafísicas espiritualistas o materialistas. A esta elaboración preliminar apuntan los análisis articulados en este volumen. Es evidente que una reinscripción semejante no estará nunca contenida en un discurso filosófico o teórico, ni en general en un discurso o un escrito; sólo sobre la escena de lo que he llamado en otra parte el texto general (1972).

[vii] [«La relación con lo presente que reina en la propia esencia de la presencia, es única. Permanece por excelencia incomparable con cualquier otra relación. Forma parte de la unicidad del propio ser. Así pues, para nombrar lo que se hace presente en el ser, la lengua debería encontrar una única palabra, la única. Esto nos permite medir hasta qué punto es osada cualquier palabra pensante que apela al ser. Pero este riesgo no es nada imposible, pues el ser habla de las maneras más distintas siempre y en todo lugar, a través de toda lengua.» Trad. cast. de Helena Cortés y Arturo Leyte en «Caminos de bosque», Alianza, Madrid, 1996, pág. 331.]